miércoles, 16 de abril de 2014

«Fin de partida», de Samuel Beckett



Magistral. Como el desarrollo de un exabrupto que tiende a la incomprensión, o a la comprensión de la incomprensión, del vacío, del desconsuelo, de la zozobra que se encoge de hombros y se interroga y se confunde con el lenguaje y que deambula sin moverse del mismo cuarto, de la estancia donde todo pasa y nada se mueve, y al final no, no pasa nada. Explicar la trama es inútil, igual que explicar la trama del mundo. Los personajes, tras reflexionar alguna nimia, ríen. Y miran con una especie de asombro y siguen en ese continuo, en ese flujo que no cesa y que no se sabe adónde lleva; que, en último término, no-lleva. Una pregunta existencial que no perturba demasiado, que es algo lejana, quizá por su inevitable presencia; que se sitúa a un paso de ser algo.

¿No estaremos a punto de significar algo?

Hamm es ciego y paralítico (codazo cómplice, escenificado), reina desde su silla de ruedas a modo de trono del mundo, de su universo. Clov le obdece sí o sí, incluidas algunas tentativas de alejarse, de irse. (Pero adónde). Y los padres de Hamm, como escoria o inmundicia (inmundicia en la que aún así hay historia y jerarquía), como la muerte cercana, perviven —vegetan— en cubos de basura. Todo co-habita, todo se concentra y cada elemento necesita del otro. Y todos están solos, en todos reina una soledad abrumadora. A pesar de que se comuniquen y se relacionen de esa particularísima forma, no tienen nada ni a nadie. No hay un porqué, aunque sí un ligero y ahora qué
La modernidad, el ahora, como fórmula de resistencia manida o ya malgastada, resulta ser una frustración, un fracaso, o un callejón sin salida. Un cerrojo que Beckett marca con un ritmo demasiado preciso y unas pausas que cortan la respiración y dibujan la escena con una exactitud abrumadora.

«HAMM (bostezos).—A mí. (Pausa). Me toca. (Con los brazos extendidos sostiene ante sí el pañuelo desdoblado.) ¡Trapo viejo! (Se quita las gafas, se limpia los ojos, la cara, limpia las gafas, vuelve a ponérselas, dobla cuidadosamente el pañuelo y con delicadeza lo introduce en el bolsillo superior de la bata. Carraspea, une las puntas de los dedos.) ¿Puede da... (bostezos) darse miseria más... más grande que la mía? Sin duda. En otros tiempos. Pero ¿hoy? (Pausa.) ¿Mi padre? (Pausa.) ¿Mi madre? (Pausa.) ¿Mi...perro? (Pausa.) Admito que sufren tanto como tales seres pueden sufrir. Pero ¿puede decirse que nuestros sufrimientos merecen la pena? Sin duda. (Pausa.) No, todo es ab... (bostezos)... soluto, (orgulloso) cuanto más crecemos más satisfechos estamos. (Pausa. Melancólico.) Y más vacíos. (Refunfuña.) ¡Clov! (Pausa.) No, estoy solo. (Pausa.) ¡Qué sueños... con una s! ¡Estos bosques! (Pausa.) Basta. Ya es hora de que esto acabe, también en  el refugio. (Pausa.) Y mientras tanto dudo, dudo en... en acabar. Sí, eso eso, ya es hora de que esto acabe y mientras dudo aún en... (bostezos)... en acabar. (Bostezos.) ¡Uffff! ¿Qué me sucede? Mejor será que me acueste. (Toca el silbato. CLOV entra enseguida. Se detiene junto al sillón.) ¡Atufas! (Pausa.) Ayúdame, voy a acostarme.»



Lenguaje usado como vehículo (a veces vacío o que muestra su propia reducción) de un camino que acaba en el punto originario. Un circuito de lenguaje donde no ocurre nada, pero donde se muestra mucho. Un bofetón dramático, pero apartando sentimentalismo; quizá un bofetón donde uno observa con cierta impasibilidad, con una relativa distancia, sabiéndose tanto Hamm como los desechos de sus padres o como el horizonte lejano. El padecimiento es una quimera, pero es una prueba de que existimos, de que somos humanos, mundanos, materia, algo, pero muy poca cosa (en soledad). Algo fugitivo. Pero que observa y admira. Monigotes con capacidad de crear ficción (de mirar por la ventana, como Clov, y analizar el horizonte). Todo tiende inevitablemente a su final, pero qué importa, si no pasa nada, si todo ha sido siempre así. Ahora ni siquiera hay tiempo. Estamos heridos de muerte, pero qué más da. Ni siquiera nos duele la herida, aunque hablemos de ella. Los personajes se repelen, pero se quieren y hasta puede atisbarse algo de necesidad mutua. La relación dialéctica marca los enlaces y las distancias, y es fundamental. Una dialéctica que marca las risas ahogadas (reflexivas, como las suyas). Porque, al final, uno no sabe si el día volverá a ser el mismo o si estaremos llegando al fin del juego.

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