miércoles, 21 de mayo de 2014

«Punto omega», de Don DeLillo




—No mis libros, ni las conferencias, ni las conversaciones, nada de eso. El puñetero padrastro, la piel muerta, ahí es donde estoy, mi vida, de entonces a ahora. Hablo en sueños, siempre lo hice, ya me lo dijo mi madre en aquel entonces y no necesito que nadie me lo diga ahora, lo sé, lo oigo, y esto es lo más significativo, alguien debería estudiar lo que la gente dice en sueños, ya lo habrán hecho seguramente, algún parlalingüista, porque tiene más significado que las mil cartas personales que un hombre puede escribir en toda su vida y también es literatura.

Pasar un rato con Don DeLillo supone abrir los ojos y fijar la atención cada poco y preguntarse qué está pasando y todo eso. Cómo puede fragmentar así la realidad. Como puede cambiar la cadencia real a su antojo, cómo puede ser que la respiración se acompase con esa lentitud subyacente, con el paso de un tiempo que desacelera, que se hace movimiento y te obliga a encogerte de hombros y asentir. O más o menos. 
La vida se proyecta en esos reductos de intimidad banales y mal asentados, en esos tiempos muertos, de conciencia solitaria, dedicados a nada. Y no se puede atrapar con palabras, dice Don DeLillo (aunque resulte paradójico, visto lo visto). No hay ornamentos. Sí hay un mínimo foco desde el que despega una escritura seca y silenciosa que va dibujando el marco donde se presenta todo el asunto, con cierta impasibilidad. (...) llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Pues ahí, debajo de todo eso, discurre Don DeLillo. Como si fuera levantando placas y corazas y retratando lo que ve a su paso.
Para acercarse a su lectura hay que entrar en escena, y parece que esta frase viene bien para esta novelita. Hay que ser el tercero en discordia, pero un tercero distante, sólo espectador a merced de la proyección. Los detalles se configuran mediante el silencio, mediante el sosiego, dando tiempo para poder ver.

El más ligero movimiento de la cámara era un profundo desplazamiento del espacio y del tiempo pero la cámara no se movía ahora. Anthony Perkins está volviendo la cabeza. Era como en números enteros. El hombre podía contar las gradaciones en el movimiento de la cabeza de Anthony Perkins. Anthony Perkins vuelve la cabeza en cinco movimientos incrementales y no es un gesto continuo. Era como ladrillos en una pared, claramente contables, no como el vuelo de una flecha o el de un pájaro. Más bien no era ni dejaba de ser parecido a nada. La cabeza de Anthony Perkins girando sobre el tiempo en lo alto de su cuello largo y delgado.
(...)
La naturaleza de la película permitía la concentración total y también dependía de ella. El implacable ritmo de la película carecía de significado sin una correspondiente atención, sin el individuo cuyo absoluto estado de alerta no traicionara lo que se requería.

De alguna manera DeLillo da forma a cosas sin forma, imbuye a la mente del lector un estado de cosas del mundo que antes no estaban, que ahora se visualizan como una secuencia en blanco y negro, detenida, y a veces casi punzante. Las palabras e imágenes sencillas construyen la gran realidad. De ese foco concreto que decía antes, de esa imagen sutil, se crea el propio mundo, una pulsión de muerte silenciosa. Es un artificiero preciso, sereno e increíble. Hay una especie de tensión que parece bien amarrada, que no parece que vaya a romperse nunca.
Un joven director de cine quiere filmar a Elster, asesor de guerra del Pentágono, con un primer plano: sólo su rostro hablando y sintiendo, sólo él confesando, eso será la película; lo demás da igual, el fondo será el fondo, el ruido será el ruido, los cortes serán los cortes. La idea y el concepto serían la idea y el concepto. Y el punto omega.
A veces hay que hacer un esfuerzo para ver lo que sucede delante de nosotros.
Una galería de arte cerebralmente muerta. No ocurre nada. Pero algo parece fraguarse.
Y al final, todo puede ser el trasunto del trasunto del trasunto de... Distancia.

Empezó a pensar en la relación entre una cosa y otra. Esta película tenía la misma relación con el filme original que el filme original tenía con la experiencia vivida. Esto era la desviación de la desviación. El filme original era ficción, esto era real.

Al llegar la hija de Elster, hay un cambio. La cadencia bien controlada continúa, pero algo se tambalea (un poco). Ella ha desaparecido, se ha esfumado como si un desgajo de realidad también hubiera desaparecido. Esa realidad que se iba configurando ahora tiene huecos que no consiguen llenar, huecos que la misteriosa muchacha va a dejar abiertos, huecos por donde acceda la zozobra y la cadencia sea un poco angustiosa. Parece representar esa distancia que antes era casi sólo un concepto. Ella vive aparte, siente y piensa aparte, pero no mantiene a los dos tipos aparte, sino que hay una extraña atracción. Una relativa vida interior. Elster parece verlo y saberlo.
Un bofetón, y más distancia. Regreso a la realidad fraccionada. Vuelta al trasunto, a la copia de la copia. Punteado de DeLillo sobre un lienzo en blanco con un eco de fondo.

Quería una inmersión total, significara lo que significara. Luego se dio cuenta de lo que significaba. Quería que la película se moviera aún más despacio, exigiendo una mayor participación del ojo y de la mente, siempre eso, lo que ve, abriendo un túnel en la sangre, en la sensación densa, compartiendo consciencia con él.

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