domingo, 29 de junio de 2014

«Diario de Golondrina», de Amélie Nothomb


Nothomb es casi-casi un género en sí mismo. Creo que anteriormente ya he hablado de ella en estos términos, pero no está de más remarcarlo. Se mueve entre la relativa ingenuidad y la mirada irónicamete punzante, aguda, sin perder esa media sonrisa y el tono feroz.
El arranque de esta novela ya me hizo abrir los ojos y prestar atención. Se estaba reconfigurando una estructura, un alguien, una vida, a base de fogonazos reales, desde la nada más absoluta hasta la misma nada con un poco más de sentido. Un alguien que ahora sabe que está vivo y que tiene identidad, que tiene pasado y está encerrado en sí mismo. Un alguien que, por otro lado, y rebelándose contra lo involuntario como si fuera lo más normal del mundo, ha decidido desactivar su lado sentimental tras un desengaño amoroso y dejar de sufrir. No sentir nada.
Nothomb ha venido a romper esquemas, a saltar sobre las ideas e intentar deformarlas un poco y jugar con lo más o menos establecido, con lo más o menos asumido y adoptado por el individuo. 
Ese tipo que ya no siente, que ha cometido un suicidio con sus emociones, logra encontrar un nuevo sentido para sí mismo y un ligero renacimiento a través del asesinato. Como asesino a sueldo irá de acá para allá haciendo clic y volviendo como si nada. Moviendo fichas, internas y externas. Sin embargo, todo empezará a romperse un poco cuando experimente una atracción inexplicable por una de sus víctimas tras haberla matado. La distancia se ha derrumbado y ahora el control empieza a tambalearse. Se enamora de lo que ha matado, de lo que ya no es ni volverá a ser, de lo que sólo posee un recuerdo bastante mutilado.
Nothomb es...es radical y liviana, extremista y correcta, todo como un sistema de engranajes que vienen a tirar de los hilos hasta otorgarles una tensión divertida que haga plantearse aspectos de la vida (contemporánea), que haga sus historias no sean meras historias sin trasfondo. Que haga que lo pintoresco o exagerado de esos rasgos permita visualizarlos mejor y darles cuerda, discurrir con ellos, manejarlos con más soltura y apuntar sin piedad a donde se propone. La muerte en vida de ese asesino no es un mero pretexto, como tampoco lo es esa resurrección mediante el placer (como, de forma disparatada, en Metafísica de los tubos) del asesinato. Los temas centrales de Nothomb no varían demasiado, pero articula en torno a ellos toda una forma de despliegue que consigue ejercer esa serie de pinchazos que buscan la reacción en el lector. 
Y a veces hay que dejarse.

viernes, 27 de junio de 2014

«Laura y Julio», de Juan José Millás


No puedo decir que no me guste Millás, aunque guarde por ahí algún pero. Narra con destreza y las situaciones se suceden de forma hábil, sin obstáculos y con fogonazos de luz bien repartidos. 
Laura y Julio forman un matrimonio que ha caído en una relación llevada más por lo que no se dice que por lo dicho, por los silencios devastadores, por una corriente que parece llevar un rumbo claro que ambos esperan con una relativa tranquilidad, como si de alguna forma fuese inevitable. Aparentemente el asunto empezó a ir así desde que Manuel, el nuevo vecino, se instalara en el piso de al lado y estableciera con ellos una relación cercana, con una confianza extraña, irónica con Julio, íntima con Laura. Manuel, escritor sin obra —como si fuera una llamada, un anuncio de la historia que va a configurar como cuerpo ausente (en alguna página creí ver alguna referencia poco explícita al espectro de los bartlebys de Vila-Matas)—, será algo así como el sustento de la relación de sus vecinos. Como el intermediario que lidiara y resolviese el vacío abierto entre Laura y Julio. La forma de continuar con el ritmo sin que la ruptura se haga demasiado presente. Una ausencia que se acerca inevitablemente. 
A raíz de un accidente de Manuel y su caída en coma, Laura y Julio se separarán y éste empezará a vivir en una impostura algo desoladora. Tomará las formas de Manuel, la ropa de Manuel, los esquemas de Manuel, la vida de Manuel. Encarnará ese fantasma que antes los mantenía vivos y que ahora, de alguna forma, sigue siendo el cabo al que aferrarse para no caer el vacío, o para no ser un fantasma y entender las cosas un poco mejor. Llega entonces un juego de dobles, casi de espejos (Julio y Manuel, un piso y el otro, unas vidas y otras). Ahora se respira diferente, la visión cambia, las proyecciones personales se replantean su rumbo y hasta su existencia. Unas relaciones y anhelos que tienden a alejarse y a atraerse, incluso a replegarse y volver al punto cero (quizá para volver a empezar, quién sabe).
Puede que sea una novela de ausencias, o de ir llenando vacíos y ausencias con otros vacíos y otras ausencias o imposturas y poner así algunos parches vitales.
La pequeña pega que le pongo es que da la impresión de que las historias sean algo superfluas; de que la profundidad se definiera con algunas notas de hondo calado que fueran sosteniendo una (buena) historia, aunque esa profundidad no llegue a la altura de la continua tensión de otros narradores (y no puedo evitar pensar en Vila-Matas, entre otros). Con todo, tampoco pretendo que parezca que es ésta una mala novela ni que Millás no sea un diestro escritor, ni mucho menos. La historia vuela, es rápida, a veces estremecedora. Probablemente esa silueta fantasmagórica y ausente impacte en más de uno y le haga terminar la novela del tirón.

jueves, 26 de junio de 2014

«Calle de dirección única», de Walter Benjamin


Éste fue uno de los que me traje de la Feria del Libro de Madrid. Uno de esos que no tenía muy en mente, pero que no pude evitar llevármelo una vez que lo vi. Y menos mal. Ha acabado con más páginas de la cuenta marcadas, párrafos subrayados y notas sorprendidas. Es enorme. Pocas veces se dice tanto en tan pocas páginas; pocas veces uno lee y siente que lo escrito tiene un objetivo tan fijo y certero, una lucidez y una forma tan definidas, pasajes evocadores incluidos. Un mosaico claro y rotundo que se sitúa entre lo literario y el ensayo filosófico, fragmentos que se despliegan bajo letreros de algún lugar más o menos reconocible. Aforismos que disparan en varias direcciones, que parten de un punto y se proyectan con fuerza, o que llegan a ser interpretables. Apuntes sobre la infancia, sobre la escritura, la literatura, sobre el instante (fugitivo), sobre la Alemania de la época, sobre todo ese engranaje que parece tener un mismo hilo conductor, aunque quede así presentado, como una composición variopinta. Planteamientos y recuerdos de Benjamin que se convierten en un viaje presente, a veces con la sensación de estar ahí, de ir viéndolo. Anotaciones hechas hace cerca de cien años que bien podríamos situar a día de hoy como advertencia (en algunas incluso sonreír con algunos matices, pero sonrisa casi seria, como si no tuviera tanta gracia).
No sé, creo que Benjamin es un punto ineludible. Aquí, cuando habló como habló de Goethe en las primeras páginas tuve que acordarme de respirar.

lunes, 23 de junio de 2014

«Hambre», de Knut Hamsun



Estaba pensando cómo decir de qué va esto, así como una idea vasta, sin pulir, así que voy directo y sin frenos: un hombre que pasa hambre.
Una novela maravillosa. La historia de una obsesión. A veces parece que cuesta entrar, que no es simplemente un delirio; hay que visualizar la escena, los diálogos y monólogos internos, las calles y las plazas, el propio cuerpo del protagonista, sus huellas, las idas y venidas, el (no) contexto, el desfile por el borde del precipicio. Hay que ser el protagonista; sin nombre, sin edad, sin identidad, escindido, arrojado a la fuerza (y con fuerza) a Oslo como podría haber sido arrojado a cualquier otra ciudad, el lugar donde todo se logra y todo se pierde de forma tajante, persiguiendo objetivos y no alcanzándolos, a veces por propia voluntad, o algo parecido. Un tipo que vacila, que oscila entre esto y aquello, que tiene pensamientos y sentimientos encontrados, que se mueve en una espiral algo paranoica, continua, a veces horrenda, otras muy liviana, pero manteniendo una unidad compacta y siempre poderosa, como si no se pudiera salir de ella. Como si, incluso cuando se puede, él mismo retrocediera y mirara a otro sitio, dijera que no, que qué es eso, por qué iba a hacer aquello. A ratos todo es agonía, a ratos se esfuma, y a ratos la propia agonía produce un extraño placer. Con golpes secos salta del pasado vívido a un presente crudo y rugoso. Y a otro lado. Hambre. Querer ser escritor (o escribir, quién sabe) constituye gran parte del motivo de su desgracia. Tiene ideas, aspiraciones altas, tiene discurrir, tiene potencial. Pero falta algo, algo que corroe con un matiz romántico, descarnado. Quizá una estabilidad, quizá voluntad, quizá un techo y un escritorio en condiciones, una estancia que no se mueva sin parar y que suponga una relativa seguridad.
No sabemos quién es él. Ni siquiera sabemos si él lo sabe. Inventa en varias ocasiones una identidad, inventa a los otros, inventa diversas situaciones y relaciones. Él proyecta, aunque no sea nadie. Quizá sea un mero reducto de algo, o una apariencia pugnando por explotar, o una imagen (inquietante), o una corriente inmensa, no sé. Me parece que es todo un bloque, un continúo fluir cohesionado con el mismo motivo y que merece la pena leer del tirón.

El inteligente pobre era un observador mucho más agudo que el inteligente rico. El pobre mira a su alrededor a cada paso que da, escucha con desconfianza cada palabra que oye de las gentes con que se topa; a cada paso que da impone a sus pensamientos y a sus sentimientos una tarea, una labor. Está atento a lo que oye, es un hombre sensible, experimentado, su alma tiene heridas...

Dos factores: uno realista-naturalista y uno psicológico, pero avanzando un paso más. Ambos se mezclan de forma extraña, como si uno necesitara del otro para lograr el discurrir literario del personaje. El tipo avanza, retrocede, come, pasa hambre, duerme, se queda sin techo, habla con unos y otros, mucho más consigo mismo, tiene comportamientos considerablemente contradictorios (pero coherentes en su sistema interno y desquiciado), el sentimiento avanza al galope y se impone al pensamiento, otras veces es frenado y hasta reprendido. No hay pena ni compasión ni nada por el estilo, sólo la dureza de los asaltos y la estancia inquieta, desbordada. No hay un patrón único y dominante, sólo condiciones y factores (externos e internos) que juegan sobre el mismo terreno, sobre él. La tortura del artista sobre un escenario que no termina de ser el suyo, que tiene algo de familiar y algo de extraño al mismo tiempo, que lo convierte más en criatura que en persona, que le hace vagar en torno a la locura, asomarse y salir de ella, mantener una difusa relación. Convencerse de que está cuerdo y seguir sus merodeos llevado por el hambre, por una especie de fantasma interior.
Creo que no hay que dejarla pasar, ni mucho menos. Tanto por la novela en sí como por lo que supone, por los efectos que ha tenido y aún tiene. Yo aún le daré alguna que otra vuelta.

domingo, 22 de junio de 2014

«La decadencia de la mentira», de Oscar Wilde




Asistir a los planteamientos de Wilde suele conllevar el asentimiento asombrado, presenciar desvelamientos tajantes que uno descubre como ciertos.
Una defensa con tres pilares: independencia del arte, visto como algo que responde únicamente a sus propios motivos, que se hace por y para sí, que se erige de forma autónoma; volver al origen, erigir la vida y la naturaleza en ideales, trae consigo el mal arte; la vida y la naturaleza imitan al arte, y no al contrario.
La vida va por delante del realismo y el romanticismo va por delante de la vida, va a decir Wilde. Y qué razón tiene. Leerlo recuerda a veces demasiado a los románticos, quizá especialmente a Novalis en sus apreciaciones sobre la vida, la poesía, el arte, aunque Wilde otorga una concreción y consistencia propias y con marca personal. 
Y detrás de ese enorme telón que es el Arte, la mentira; la mentira como motor, como forma de belleza, de creación, de invención, como forma de otorgar una verdadera realidad, una pulsión que haga que el arte sea arte y no una imitación de la vida que acabe perdiendo veracidad precisamente por parecerse demasiado a ella. Una batalla que se puede ver perfectamente en la literatura.
Del Arte a la mentira y de la mentira a lo irreal e intemporal. La decadencia de la mentira (como un arte, como una técnica, no sin más, no mentir de cualquier forma) que nutre al arte viene dada por la imposición de la naturaleza, por tenerla a ella y a la vida como espejo y no tanto al revés. Todo se desvirtúa un poco, se pierde poder, el arte se diluye, probablemente al final también la propia vida, que se queda sin sustento y se hace lenta y soporífera, desgastada y aburrida.
Genialidad la de Wilde. Es inmenso. Lo abarca todo, o todo lo que se propone, con una certeza implacable. Escribe y salta obstáculos y va haciendo camino; uno lee de su mano y casi irremediablemente se pone de su parte. Lo otro parece una temeridad. 

sábado, 21 de junio de 2014

«Breviario de los vencidos», de Emil M. Cioran




Uno no lee a Cioran y sale indemne. Algo tiene que retorcerse para que haya valido la pena; para adentrarse en sus apuntes uno que tiene que salir con golpes, incluso con heridas abiertas. Lo demás, probablemente, sea no haber llegado a entrar (cosa que, por otro lado, puede evitar desbarajustes mayores). Hay que leer a Cioran con valor. La otra opción es leerlo superficialmente y dejar que esos latigazos no nos alcancen, pero entonces no se disfruta tanto, claro.
Alguna vez, aunque quizá de forma fugaz, he recordado aquello del sinsentido de la vida, sinsentido cuyo eco ofrece precisamente el sentido que se buscaba, el motor del asunto. Vila-Matas, Bukowski...pero Cioran es otra cosa. Es extremo. Cioran es una especie de mezcla de tinta y sangre, alarido y potente sonrisa, vivir y permanecer sabiendo que es un lastre, que se puede huir, y que la huida empieza en las sensaciones más vívidas. Una vitalidad teñida de instantes fugitivos que son los únicos importantes, los que hacen frente al absoluto, la vía de escape, la formalización de las apariencias, la confirmación de que todo es efímero y de que una sombra inquietante avanza impune y sin mirar por nadie ni a nadie. Una desdicha que se fundamenta, que no es mera desdicha, que no es una simple queja o grito ahogado al cielo. Hay algo detrás. Hay un trasfondo que empuja, que llama a escribir (a vivir), a mirar a los recovecos de una existencia baldía. La moral es un (muy) burdo consuelo o invento. Aquí está el hastío y la desesperación proyectados con fuerza hacia adelante. Con mucha fuerza. Muerte y naturaleza. Arte (y muerte) como verdad. Una desesperanza o un desencanto demasiado poderoso para ser sólo desencanto. Locura como refugio, vida como subterfugio, y un enorme vacío. En torno a él circula Cioran. Y lo hace ferozmente.
Por alguna razón (extraña, supongo) he señalado esto con cierto interés, aunque no es muestra total del despliegue del libro ni mucho menos:

Cuando eras niño, no podías estarte quieto. Desbarrabas. Querías estar fuera, lejos de casa, lejos de los tuyos. Retozón, guiñabas el ojo al horizonte y dabas al cielo la redondez de tus nostálgicas ansias.
De la infancia saltaste a la filosofía y los años han acrecentado tu horror por el sedentarismo. Tus pensamientos se han ido al fin del mundo. La necesidad de errar ha entrado en las nociones.
Estar entre cuatro paredes te agobia; sólo respiras, filósofo que eres de caminos y calles, en las encrucijadas. ¡Fuera, eternamente fuera, no hay ningún lecho del universo!
Al revelarte el tedio abstracto el vacío que representa estar vivo, acechas por las calles, cual asesino 
de los instantes, el olvido del pensamiento.
Te falta ahínco para torcer un hilo de pensamiento, para ensartar con él las cuentas del collar de la frágil esperanza. Detrás, hiede la carroña de la vida. Y el que lee en tus pasos, descubre en ellos un asesino.

Aunque de tanto en tanto uno se sienta increpado, merece la pena zambullirse aquí.

jueves, 19 de junio de 2014

«Barba Azul», de Amélie Nothomb




Nothomb Nothomb Nothomb. No sé, me atrae mucho, me gusta la sonrisa punzante que se dibuja casi en cada página, aunque a veces no llegue a ese punto álgido que se espera (otras veces sí, conste). A veces da la sensación de que ha dejado la estructura hecha y le faltan cosas, aunque quizá después parece que no, que está todo, que tiene que ser así, que la línea empieza y acaba y tiene esa longitud y no otra.
Saltando con osadía sobre el relato de Perrault, Nothomb lleva de la mano a una joven en busca y captura de alojamiento y cuyo destino parece configurarse junto a un español que lee a Llul y las actas de la Inquisión, que vive por encima del lujo, que no sabe mentir, que disfruta de los colores, del desvelo, que colecciona mujeres en un cuarto oscuro abierto pero al que, advierte, no se debe pasar. Ya tenemos el asunto montado. La muerte como forma de perseguir el arte, o algo así. Como algo natural, claro.

—La misión del arte consiste en completar la naturaleza y el papel de la naturaleza consiste en imitar al arte. La muerte es la función que la naturaleza ha inventado con el objetivo de imitar la fotografía. Y los hombres han inventado la fotografía para captar la formidable imagen detenida que constituye el instante del traspaso. Hay motivos para preguntarse qué sentido podía tener la muerte antes de Nicéphore Niepce.

Ironía y devaneos metafísicos, humor muy a lo Nothomb, rapidez, sagacidaz, una ceja levantada, una tensión que se va forjando entre ambos protagonistas y que va adquiriendo algunos matices curiosos. Bien, es verdad que puede tener sus fallas o vías de escape, pero sigue siendo Nothomb. Hay algo que palpita detrás de cada página, que hace sentir que hay vida detrás, una idea, una intención. No me parece de lo mejor que tiene, pero tampoco hay que dejarlo pasar.

lunes, 16 de junio de 2014

«Indigno de ser humano», de Osamu Dazai




Me parece que hay sobre todo algo que esperaba con cierto temor pero con lo que he terminado satisfecho: Dazai retrata con cierta habilidad la oscuridad interior, el abismo, el proceso de agonía frente a la vida; pero no lo presenta como consecuencia de nada, no como efecto terriblemente dramático de algunas desavenencias sino como un germen que nace al nacer el individuo y que lo único que hace es tomar forma. Creo que ese apoyo es buena parte del motor de estos cuadernos, la visión seca y franca que establece sin demasiado esfuerzo. El rostro sin expresión (o con una expresión impenetrable, quizá), la bufonería encubriendo el miedo, la inquietud producida por otros humanos, la zozobra del conjunto, la representación como fantasma protector. Da la impresión de que la huida que necesite la busque y encuentre regresando a la propia vida, a las vivencias que dejan unas experiencias distintas, de alguna forma, en otra dirección. Que lo van convenciendo de su presagio y del rumbo a tomar. 
Dazai narra con la sencillez que en algún pasaje dice querer de las mujeres. Pero sin perder la tensión. Sin dejarse llevar. Manteniendo la firmeza y su objetivo, penetrando y perforando algunos tabiques. Aunque Yozo encarne esa deshumanización, de alguna forma está vinculado a ella, aunque sea a través del espectro del arte. Creo que aquí radica otro de los puntos fuertes. Si fuera un desgajo sin más, no sería tan entendible. A veces parece una relación de sí y no que tiende a la rotura. Supongo que una muestra de ello podría ser una forma de vida, no una no-vida, y quizá de ahí la salida (huida hacia adelante, o algo así). Hay un vacío que se intenta sobrellevar con otras estrategias, pero me cuesta pensar que sean estrategias del todo desvinculadas, situadas al margen de todo.
Lo coloco con los imprescindibles.

lunes, 9 de junio de 2014

«Biografía del hambre», de Amélie Nothomb




De alguna forma con Nothomb se palpa demasiado bien eso de no leer un libro sino un autor. Más aquí, donde los destellos (agudos, directos, mordaces, engreídos) se hacen más explícitos y sin tapujos, alguno diría que sin consideración.
Nos presenta el hambre como motor del mundo, como el motivo de esa búsqueda de todo, incluso el hambre de tener hambre, no sólo de comida sino de sensaciones, de hallazgos, de libros, de amores, de otras personas. Hambre sensible y hambre intelectual. Todo gira a su alrededor. Parece que ella nutre a los lugares por donde pasa, a las personas que conoce, a las cosas que pasan. Es una especie de condescendencia o comprensión desde una atalaya inquietante, de reina del mundo. Quizá esto pueda ser un arma de doble filo: la escritura de Nothomb es cortante, sin demasiados ornamentos y al centro del asunto, aunque eso a veces pueda crear un círculo vicioso. O un poco, al menos. Supongo que esto no acarrea la condena del libro porque ese es precisamente su eje central. Una chiquilla que a los siete años tiene la sensación de haberlo vivido todo y que permanecer hasta más allá de los doce le parece una pérdida de tiempo, una lentitud inútil. La decadencia que viene tras la plenitud.
Con rastros de su Metafísica de los tubos Nothomb va hallando esa plenitud y ese motor de vida en el placer: comida, bebida, conocimiento, viajes, proclamación de su divinidad. E incluso eso llega a retorcerse y juega con su ausencia, con la impasibilidad, con el por qué hacer esto o lo otro. Por qué cansarme, si puedo no hacerlo.
Nothomb es interesante por sus manías (o excentricidades, no sé), por sus idas y venidas y por su escritura tajante, sin rodeos ni remordimientos. Aquí, un paseo lleno de hambre y satisfacción.