sábado, 21 de junio de 2014

«Breviario de los vencidos», de Emil M. Cioran




Uno no lee a Cioran y sale indemne. Algo tiene que retorcerse para que haya valido la pena; para adentrarse en sus apuntes uno que tiene que salir con golpes, incluso con heridas abiertas. Lo demás, probablemente, sea no haber llegado a entrar (cosa que, por otro lado, puede evitar desbarajustes mayores). Hay que leer a Cioran con valor. La otra opción es leerlo superficialmente y dejar que esos latigazos no nos alcancen, pero entonces no se disfruta tanto, claro.
Alguna vez, aunque quizá de forma fugaz, he recordado aquello del sinsentido de la vida, sinsentido cuyo eco ofrece precisamente el sentido que se buscaba, el motor del asunto. Vila-Matas, Bukowski...pero Cioran es otra cosa. Es extremo. Cioran es una especie de mezcla de tinta y sangre, alarido y potente sonrisa, vivir y permanecer sabiendo que es un lastre, que se puede huir, y que la huida empieza en las sensaciones más vívidas. Una vitalidad teñida de instantes fugitivos que son los únicos importantes, los que hacen frente al absoluto, la vía de escape, la formalización de las apariencias, la confirmación de que todo es efímero y de que una sombra inquietante avanza impune y sin mirar por nadie ni a nadie. Una desdicha que se fundamenta, que no es mera desdicha, que no es una simple queja o grito ahogado al cielo. Hay algo detrás. Hay un trasfondo que empuja, que llama a escribir (a vivir), a mirar a los recovecos de una existencia baldía. La moral es un (muy) burdo consuelo o invento. Aquí está el hastío y la desesperación proyectados con fuerza hacia adelante. Con mucha fuerza. Muerte y naturaleza. Arte (y muerte) como verdad. Una desesperanza o un desencanto demasiado poderoso para ser sólo desencanto. Locura como refugio, vida como subterfugio, y un enorme vacío. En torno a él circula Cioran. Y lo hace ferozmente.
Por alguna razón (extraña, supongo) he señalado esto con cierto interés, aunque no es muestra total del despliegue del libro ni mucho menos:

Cuando eras niño, no podías estarte quieto. Desbarrabas. Querías estar fuera, lejos de casa, lejos de los tuyos. Retozón, guiñabas el ojo al horizonte y dabas al cielo la redondez de tus nostálgicas ansias.
De la infancia saltaste a la filosofía y los años han acrecentado tu horror por el sedentarismo. Tus pensamientos se han ido al fin del mundo. La necesidad de errar ha entrado en las nociones.
Estar entre cuatro paredes te agobia; sólo respiras, filósofo que eres de caminos y calles, en las encrucijadas. ¡Fuera, eternamente fuera, no hay ningún lecho del universo!
Al revelarte el tedio abstracto el vacío que representa estar vivo, acechas por las calles, cual asesino 
de los instantes, el olvido del pensamiento.
Te falta ahínco para torcer un hilo de pensamiento, para ensartar con él las cuentas del collar de la frágil esperanza. Detrás, hiede la carroña de la vida. Y el que lee en tus pasos, descubre en ellos un asesino.

Aunque de tanto en tanto uno se sienta increpado, merece la pena zambullirse aquí.

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