domingo, 27 de julio de 2014

«El animal moribundo», de Philip Roth




Lo he leído del tirón. Creo que pocas veces he alcanzado niveles tan intensos de lectura, implicándome tanto. Debe de ser porque Roth entra con una saña reflexiva en temas que otras veces he husmeado y casi agotado. Pero sólo casi. Además la escritura es algo así como concisa y electrizante, adictiva, y no sólo porque uno, lector, sea el interlocutor directo del protagonista, casi su confesor, sino porque Roth escribe maravillosamente bien. 
Puede que al menos el tema sobre el que gira todo el desarrollo sea la crónica del cazador cazado, pero no es eso, o no sólo eso, no del todo. Ese eje es la crónica del cazador que conoce su talón de Aquiles pero que no puede evitar el desastre, un relativo desastre, por otra parte, que hace de alguna forma que se complete —aniquilándolo desde dentro— el compuesto cuerpo-mente. Que ese animal llegue a su último tramo. Porque Kepesh es un compuesto de cuerpo y mente, espacio intelectual y carnal con altas dosis de cada cosa. Tiene sesenta y dos años, es profesor, crítico de arte y literario, tertuliano, una especie de cerebro consagrado que busca su huida vital en lo físico, en el sexo. Jóvenes alumnas. No importa cuánto sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del sexo
Pero no es una obsesión sin más, no un desenfreno ciego o con aire a viejo desesperado. Está, siendo eso, muy lejos de eso. La forma adopta aquí un papel importante. La forma en que se escribe y la forma en que se da la relación de Kepesh con una joven (ex) alumna, la manera en que el contexto quiere influir en el asunto, la manera en que todo cobra un sentido, y hasta un sentido ético al margen de toda otra composición, es extraordinaria. Kepesh es un esteta agudo, fundamentado, entrenado, leído. Un viejo duro. 

Así pues, comprendes que tiene conciencia de su poder pero todavía no está segura de cómo usarlo, qué hacer con él, incluso hasta qué punto lo desea. Ese cuerpo aún es nuevo para ella, todavía lo está probando, estudiándolo, un poco como el chico que va por las calles con un arma cargada y ha de tomar la decisión de si la lleva para defenderse o para comenzar una vida delictiva.
Y es consciente de algo más, algo que yo no podía saber cuando la vi por primera vez en clase: considera la cultura importante, de una manera reverente y anticuada. (...) Está ahí en pie, a la espera de la sensación nueva y sorprendente, el nuevo pensamiento, la nueva emoción,y cuando no llegan, nunca, se reprende a sí misma por ser inadecuada y carecer...¿de qué? Se reprende por no saber siquiera qué es aquello de lo que carece.

Es el inicio de la aventura, de la vejez que tiende a una sórdida experiencia. Una vejez que se palpa, que se siente pasada y al mismo tiempo presente, que aún es, no ha dejado de ser, el haber sido sólo le otorga más recursos y una sonrisa curtida. Es el paso del tiempo que viene a imponerse sobre Kepesh y con el que él juega, o intenta sobreponerse. A pesar de que mantener una relación con una mujer tan joven no sea nada fuera de lo común para Kepesh, Consuelo va a desestabilizar su mundo, su atalaya dominadora. Es un equilibro algo macabro, arriesgado y emocionante. Un equilibrio que viene a vincular, en varios puntos, sexo y muerte. Vida y muerte llevados a los márgenes de la supuesta norma, y exprimidos allí de forma natural, sometiéndolos a diversas reflexiones; algunas de ellas van a aclarar el camino y otras puede que lleven consigo la perdición misma, el agotamiento de esos caminos finitos. Consuelo va a truncar la forma de vida de Kepesh y al propio Kepesh cuando logre que él mismo rompa esa distancia que le permitía antes manejar la situación, mantenerse en su estadio estético algo alejado de lo mundano y de las ataduras. 
Surge el vínculo afectivo-amoroso y quedan fuera de juego la distancia y el goce. El animal moribundo sigue en pie, no tanto la energía que le permitía erigirse y establecerse como animal y como moribundo.

Hay que leerlo, conviene leer esto.

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