viernes, 18 de julio de 2014

«Mis dos mundos», de Sergio Chejfec


Asistí en mayo a la presentación del último libro de Chejfec, Modo linterna —al que pronto dedicaré otro post—, que llevó a cabo Miguel Ángel Hernández en AB9. Un rato antes de ir rastreé noticias y blogs sobre Chejfec y vi a Vila-Matas hablar bien de él. Primer motivo para no desaprovechar la ocasión de escucharle. Primero y suficiente, para qué mentir. Creo que sólo con eso habría ido a verlo y habría leído aquel libro, pero es que además la presentación me gustó mucho y disfruté tomando algunas notas. Compré allí mismo el libro y salí deseando leerlo, como si me estuviera perdiendo algo demasiado importante y no pudiera entretenerme en nada más. Con todo, Miguel Ángel tenía allí también éste, Mis dos mundos, del que también había leído antes de ir, y por algún motivo me llamó la atención casi más que el que estaban presentando. Y no me he arrepentido de hacerme con él.

Aquí, Chejfec, mediante una observación detallada y minuciosa, se interna en pensamientos peregrinos, se va formando junto con el entorno y sus derroteros con marca propia. Va entrando en escena. Hay una especie de mezcla entre lo fugitivo y lo estable, entre lo que pasa y aquello que viene a quedarse, o que directamente está aquí. Una experiencia (densa, dice él mismo). Es como caminar e ir viendo cosas nuevas y dejando otras olvidadas, pero todo sobre una superficie que te acompaña continuamente. El tipo camina y se va formando precisamente por caminar, por sentirse autónomo, por ir configurando la ciudad y el parque según avanza, por ir formando (o desplegando) su propio mundo mental, aunque este mundo se vaya enrareciendo y haciéndose poco a poco más complejo, como un lienzo que mira a no se sabe bien dónde.

De manera entonces que mis días son escenificaciones de vagabundo sin apremios; la vida regalada que transcurre en la calle como el dandy asomado a un mundo ajeno, donde sin embargo no encuentra la evasión esperada.

El personaje de este relato, supongo que trasunto del propio Chejfec, es un caminador sin apuros. Y un descubridor, diría. Ejerce un análisis casi inocente pero implacable de la (de su) realidad, de esa realidad que anda y observa con él, que también pasa. Parece que la idea de movimiento late con fuerza en todo el libro, y a la vez esa sensación de estaticidad, si puede decirse así. Ese discurso interno que es mucho más extenso y rico que el superficial, mero pretexto para poner en marcha la maquinaria literaria de Chejfec. Es un andar vinculado muy de cerca con la literatura. Porque a veces el recuerdo de lo que se leyó corrige la experiencia concreta, y después la nueva experiencia es, antes que algo físico, la actualización de la lectura... Eso es. La crónica de un caminador, el relato de una experiencia, la prueba de una vivencia asombrada, lenta y cerebral, que va analizando y relacionando consigo mismo y con su mundo interno los elementos que toca de cerca. Una experiencia que remite a la idea de extranjería. El caminante no es de ese lugar —ha ido para evadirse, para disfrutar de su soledad, para caminar y alejarse—, tampoco se siente de ahí salvo quizá por pequeños destellos familiares que activan un recuerdo, o una hipotética proyección futura que le hacen sentirse él. Son pequeños rastros que crean un ambiente, ambiente que conforma esa dualidad como un todo: Los parques y paseos me separan del tiempo y me instalan en una dimensión diferente, alterna, compatible obviamente con la verdadera, digamos, o en todo caso efectiva, pero aislada y a veces autónoma. 

Me parece que con Chejfec la idea de relato, incluso la de novela —las que yo tengo o tenía—, sufren un cambio. La estructura se expande, la narración ocupa intersticios antes deshabitados o pasados por alto, y Chejfec viene a posar su mirada sobre ellos y a hacer así una escritura inteligente que se abre sus propios caminos, que merece la pena leer y que merece también ocupar su sitio —por fin— en el panorama literario actual.

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