domingo, 14 de septiembre de 2014

«Conversaciones con Marcel Duchamp», de Pierre Cabanne




Al final del prólogo a la segunda edición, Cabanne dice: Una joven que mantuvo unas conversaciones con él comentó que, igual que los orientales, iba acercándose «a la verdad mediante mil rodeos leves» y que contestaba «sin titubear a cualquier pregunta». Ese rápido retrato de Duchamp vale tanto como unas largas aclaraciones. Todo el mundo se lo apropia, pero no pertenece a nadie y se hurta a todos: nadie posee su clave y nadie desvelará nunca su misterio. Tanto más cuanto que ni hay misterio ni hay clave.
Este libro, o lo que en él deja ver Duchamp, es un poco como refleja esa descripción, al menos en cuanto a la primera parte; del resto no estoy tan seguro. Duchamp va rodeando al arte, paseando en torno a él, observándolo, jugando con él, poniéndolo a prueba. Iniciando, desde dentro de ese mismo sistema, algo nuevo, si pueden salvarse los peligros de usar esa palabra. Algo nuevo que parece tener diversos significados o que sencillamente le parecía gracioso. 
Hablar de Duchamp es hablar de una mente preclara, y parece entonces que intentar delimitar o definir a Duchamp haciendo lo que hizo y siendo quien y como fue resultaría muy difícil sin dejarse cosas fuera, sin enfocar otras de forma distorsionada, si acaso puede llegarse aquí a la claridad total, al enfoque sin dudas ni vaivenes. Cómo hacer algo así con un tipo que, según Breton, fue uno de los más inteligentes (y más molestos) del siglo XX. Lo que sí se puede y casi se debe hacer es intentar —quizá pasar del intento sea misión imposible, no lo sé— ir tras sus pasos y despejar el camino que anduvo.
Duchamp es admirable. Creo que personalmente lo admiro y ando en su busca más por los horizontes que abre y la manera de abordar situaciones y supuestos problemas que por lo que puede saberse de él en cualquier manual al uso. Duchamp se divertía poniendo en jaque al arte, pero de forma distante; sin saña, sin inquina, quizá y sólo quizá rebajando un poco la importancia que se le adjudicaba a todo ese cosmos que parecía y aún parece lleno de interrogantes. Estaba constantemente muy cerca y a la vez lejos de ciertas cosas, e incluso, aparentemente, dejó su actividad, cosa que no debía de importarle mucho, pues a qué iba a renunciar, diría él, si no hay nada. Parecía vivir en una relajación pasmosa, en una actitud que eludía problemas, al menos relativamente: quizá lo que más ponga de relieve esa relatividad sea el descubrimiento, después de su muerte, de Dados: 1. La cascada 2. El gas de alumbrado. Vila-Matas viene a decirlo con cierta lucidez: La clave podría estar en su ironía y su escepticismo y en haber tomado distancias con lo que los románticos entendían como la religión del arte. "Me temo que en arte soy agnóstico", le dice a Cabanne en un momento de este libro de conversaciones que después de releerlo creo que influyó en mi obra y no tanto en mi vida, aunque me ha permitido tener la conciencia, si cabe más clara, de que he podido conocer el choque de al menos dos tensiones siempre: la necesidad de estar y no estar al mismo tiempo.



Aunque normalmente Duchamp quede ubicado dentro del dadaísmo, da la impresión de que más que pertenecer lo hacemos pertenecer nosotros a dicho movimiento. Duchamp va más allá y, a la vez, parece que ha ido tan lejos que es demasiado complicado superarlo, que ya no se puede, que llevo el juego hasta el límite. Es como un algo aparte, o más que aparte, autónomo, autosuficiente, tanto que rompe —sin poner excesivo empeño— las barreras que tiene, y sigue a lo suyo. Si el dadaísmo es una pugna declarada contra lo establecido, contra ese arte convencional y casi enclaustrado, Duchamp parece hacer algo hasta cierto punto similar, pero a la vez alejado de eso. Duchamp va a su aire, mira y ejecuta, y su función y efectividad —es fácil comprobarlo— van mucho más lejos que las del dadaísmo. Duchamp es infraleve. Duchamp tiene aire propio. Se aleja de las interpretaciones que sobre él se han hecho, se aleja de análisis metafísicos, y finalmente parece que, sencillamente, se aleja. Se acerca sin embargo a los juegos de palabras, a la fuerza literaria, al impulso; a demostrar —de nuevo sin quererlo con ahínco, sólo con su propia actividad, sea la que sea— que sobrevuela el panorama artístico por encima de casi todos los demás. 
CABANNE: ¿La actitud del artista cuenta más para usted que la obra de arte?
DUCHAMP: Sí. El individuo como tal, en tanto en cuanto cerebro, por decirlo así, me interesa más que lo que hace, porque me he fijado en que la mayoría de los artistas se limitan a repetirse. No queda más remedio, no puede uno estar inventando siempre. Pero tienen esa antigua costumbre que exige que se pinte, por ejemplo, un cuadro al mes. Todo depende de la velocidad a la que trabajen; creen que le deben a la sociedad un cuadro mensual o anual.
De pronto vemos a un tipo que lleva el arte a un punto sin retorno, sin posibilidad de hacer como si nada hubiera pasado. Y entonces qué. Ya sabe que siempre he tenido esa necesidad de escaparme, le dice Duchamp a Cabanne. Y qué bueno es escaparse.
Con casi ochenta años Duchamp concede a Cabanne esta suerte de entrevista y se dedica a responder abiertamente y de forma relajada, irónica, haciendo fáciles embrollos complejos, o al menos presentándolos de manera sencilla; no sé si de forma total y completa, ni si eso sería posible en una conversación así, pero resulta iluminador por razones que a menudo se salen del mero diálogo. Vemos a Duchamp desde un punto de vista un poco más personal. En esa naturalidad de la conversación se adivinan respuestas, tonos y reacciones que de otra forma no se pueden percibir. Este libro es algo así como una joya. Unos testimonios que bien podríamos no tener y que los tenemos casi como si tuviéramos a Duchamp para preguntarle.

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