martes, 21 de octubre de 2014

«Lo que a nadie le importa», de Sergio del Molino


El Madrid del día de la boda de mis abuelos se había conjugado hasta entonces en subjuntivo y condicional, que son los modos y tiempos de la incertidumbre y del miedo. A partir de la boda, se conjugó sólo en presente de indicativo, que es el tiempo de lo que a nadie le importa. El Madrid de Celia Gámez y Ava Gardner venía conjugado en pretérito perfecto simple, que es el tiempo de las crónicas y de la historia. Venía ya empaquetado y escrito para la posteridad, sin necesidad de conversiones sintácticas. Yo tengo que convertir el presente de indicativo de mis abuelos en pretérito perfecto simple, y en la operación estoy obligado a inventármelo todo, porque el presente de indicativo no deja rastros. No recreo una época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca. La realidad que las ampara sólo existió mientras fue enunciada y se murió al mismo tiempo que nacía. Estas páginas son ficciones sin registros fósiles.


El pasado jueves, 16 de octubre, asistí a la presentación que se hizo en Murcia de este libro. Miguel Ángel Hernández conversó con Sergio del Molino en AB9. Uno siempre agradece estas cosas y saca algo de provecho. Son algo así como oportunidades de las que extraes cosas que nunca habrías conseguido de no haber ido, y no porque no puedas leerlas o escucharlas en otro sitio; parece que el evento, esa estancia, ese estar ahí en ese preciso momento y en contacto con ese entorno, aporta un extra, un algo de conocimiento que de ninguna forma habría venido a instalarse con otras condiciones. Y algo de esta idea debe de tener Lo que a nadie le importa. Qué más da que haya ido a ver a Sergio del Molino, qué más da que tomara notas sin entender muchas de ellas y qué más da que escriba sobre la novela y que para ello me vaya a servir ahora de esa misma idea del momento y la memoria, de las colisiones de espacios que dan lugar a espacios nuevos. Supongo que sí da cuando esas memorias dejan un poco su cualidad de memoria particular para convertirse en literatura como ésta (y por ello importante), para sostener un discurrir tan sólido y visual como éste que ofrece Del Molino. 

Es una intimidad que se amplía y expande para recorrer lugares y formarse como novela. No como reclamo sentimental, no como recuerdo lacrimoso ni como intento de tocar ninguna fibra sensible, sino como novela pura y dura. Como asunto que cobra relevancia así planteada y así narrada. Como obra literaria, interesante y de calidad. No es un salto fácil, y puede que sea ese uno (sólo uno) de los motivos por lo que esta obra resulta atractiva.Una historia que tiene como apoyo fundamental el silencio. Silencio como objeto de la literatura, como centro sobre el que circular para ir acercándose a la verdad. Historia que se proyecta desde ese silencio para indagar, descubrir e ir atacando cabos, para narrar de forma soberbia algo escondido. Lo que pasa, lo invisible. Lo que no se ve o no se quiere ver. Lo que mancharía la historia, pero que no deja de formar parte de la misma. Tenemos entonces una aproximación, un rescate, una re-construcción vital que tiene conexiones con el arte y la literatura y que funda en ellas, aunque sea parcialmente, su origen. Se acerca mucho a adoptar una forma concreta de leer, de mirar. No sólo leer y mirar, sino saber leer y saber mirar para hallar ahí el motor adecuado de toda la obra.

Una sentencia lapidaria del abuelo en su lecho de muerte mueve a esa búsqueda de lo escondido o silenciado. Es una sentencia última y a la vez fundacional, una sentencia que calla mucho más de lo que dice y que trae así presencia a la ausencia, un pliegue del tiempo que guarda indiferencia y temor, historias y geografías personales que pasan a ser algo más que todo eso. Los cimientos se remueven con ese disparo moribundo que encierra tantas cosas. Y entonces el dispositivo se pone en marcha y parece que ya sólo hace falta madurar la historia, unos elementos que cobrarán fuerza con el tiempo pero que ya están presentes. En ninguna de las novelas que leía con mi pasión de escribir juvenil encontré nada parecido. Toda mi literatura se expande a partir de ese instante primordial. La última sentencia de mi abuelo fue también mi primera frase. Es una mirada a ese pasado que emerge y también a sí mismo, una mirada en varias direcciones que logra conformar la historia como conjunto. El anciano que seremos está ya impreso en el joven que fuimos. Es también una especie de conjunción de experiencias, de revisión de experiencias. Un mapa personal pero extensible que viene a ejercer como centro del libro.

Merece la pena leerlo y verlo con esa forma de mirar que señalaba antes, casi a modo de imagen que se va completando, que se hace densa. Y merece la pena verlo dentro del panorama donde se mueve Sergio del Molino, atendiendo a los límites de la novela y haciendo —casi reclamando— una ligera vuelta a los orígenes, sin perder vista —qué fracaso si no— lo actual, el punto en el que de hecho nos encontramos.

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