domingo, 28 de diciembre de 2014

«Calle de las Tiendas Oscuras», de Patrick Modiano


   No soy nada. Sólo una silueta clara, aquella noche, en la terraza de un café.

(...)

   Hasta ahora, todo me ha parecido tan caótico, tan fragmentario... Retazos, briznas de cosas me volvían de repente según investigaba... Pero, bien pensado, a lo mejor una vida es eso...
   ¿Se trata de la mía efectivamente? ¿O de la vida de otro, dentro de la que me he colado?


   Esperaba encontrar otra cosa, no sé muy bien qué, pero ha sido un curioso descubrimiento. Probablemente eso que no esperaba fuese la forma. La escritura, a base de fogonazos concisos e iluminadores, que va dibujando un panorama en el que prima más la evocación que la narración, en el que el regreso al pasado se hace necesario y a la vez demasiado incierto. Una búsqueda de la identidad que se tambalea por el peligro de la incursión en el recuerdo, por lo traicionero del olvido. La búsqueda de los orígenes, de ese algo que falta para ir completando el yo, una búsqueda que debe sostenerse en unas huellas que se hacen difusas, poco fiables, que forman parte de otro tiempo donde dejaron ocultas cosas que ahora sólo pueden ser evocadas de manera más o menos intuitiva.

   Así, la novela es a la vez novela policíaca y de memorias, una historia donde cada una de esas pequeñas pinceladas que van dibujando el todo evoca, y casi sólo evoca —como si nos recordara la imposibilidad de recuperar del todo eso que queremos— un mundo más amplio; cada uno de esos disparos leves, cada una de esas frases que parecen vacías, encierra una parcela con más luz, con más imágenes, con más proyecciones. Un hombre que ha olvidado quién es, y que por tanto parte sin pasado ni memoria, va tras su propia pista, tras su propia vida, tras los pasos que él mismo y otros recorrieron, embarcado en una investigación —en un intento de desocultar la verdad con un avance ciego e insistente— donde se ha instalado la sombra y es demasiado difícil arrojar luz y avanzar con pie firme. La sencillez se hace confusa. Cada nuevo descubrimiento lleva a otro lugar no más cierto que el anterior, y el ambiente se hace ligero y a la vez denso, rápido pero varado en un aire poco transparente.

   Es al fin una necesidad, la recuperación de una pérdida, el intento casi esquemático de desbrozar un camino que quedó sepultado. Una tentativa. Un viaje cuyos caminos se multiplican a la vez que se desvanecen, una neblina donde no va quedando nada.

sábado, 27 de diciembre de 2014

«Medusa», de Ricardo Menéndez Salmón


   De un lado, la vida; del otro, la obra. Ambas a menudo se rozan, pero en muchas ocasiones discurren sin tocarse, como cursos de agua que se precipitaran hacia mares distintos. Prohaska es un hombre que deja atrás un país vencido, una visión del mundo en ruinas y una paternidad aciaga. Ha visto cosas que muy pocos hombres soportarían sin perder el juicio, ha estado al otro lado de la cordura y de la ley, en cierta medida más allá del bien y del mal, en un mundo desquiciado, que en nombre de una ideología de la pureza ha mancillado hasta límites intolerables la condición humana. Gestionar semejante pasado es tarea para toda una vida, así que es plausible suponer que la fuga hacia ninguna parte de Prohaska constituye la ascensión de una escalera cada uno de cuyos peldaños va desapareciendo mientras se alcanza el inmediatamente superior.


   Cómo puede caber tanta intensidad en una obra tan breve. Cómo puede funcionar tan bien. Cómo puede decir todo lo que tiene que decir y sólo lo que tiene que decir; cómo puede, por tanto, callar lo que debe callar. Cómo puede ser tan inteligente, tan comprometida, tan precisa, tan astuta, tan pulcra, tan incómoda, tan consciente, tan feroz. 
Como una imagen punzante que se dirige directamente al lector, aunque de forma distante, serena. Como una imagen imposible de asir sustentada además por un discurso del todo solvente que hace de ella un artefacto muy eficaz, quizá más de lo que uno —la tranquilidad de uno— querría. Así se presenta la novela. Y a eso debemos, de alguna forma, responder. Porque parece que Menéndez Salmón ha creado dos cosas: una novela bellamente escrita y un algo que dispara a bocajarro, que tiene un objetivo más allá de la mera recreación literaria.

      La doble pregunta, imposible de satisfacer, lo contamina todo: ¿se puede vivir sin rostro ni ideología?

   Un artista invisible —Prohaska— y un mundo demasiado visible —el cruento siglo XX—. Una necesidad de mostrar, pero de forma distante; simplemente eso, si es que se puede: mostrar. Mostrar y huir, dejar constancia de la presencia sin ser atrapado, sin que nadie ni nada capture a uno en una imagen y violente así la identidad y el momento. Dar fe del mundo, de la maldad propia de los humanos, pero sin juicio, sin toma de posición, sin enseñanza, sin nada. Sólo una exposición. 
Prohaska va a poner de manifiesto la imagen como expresión en potencia y el lenguaje como elemento que la activa, que la pone en marcha, y ambos —lenguaje e imagen— avanzan con una fuerza vital tremenda. Leemos y vemos, asistimos al mundo.

   Vamos leyendo imágenes que van componiendo la idea, la muestra y la fuga. Leemos y vemos. Son las imágenes de un artista que va viendo y mostrando sin afecto; imágenes llenas de distancia e indiferencia. En todo caso, con alguna leve intervención para eliminar lo que la imagen sugiere y dejarla como un desgajo, exponiendo lo que esconde, lo secreto. El horror y la devastación pasan a través del arte, pero nada más; al menos en principio. Es el testimonio de un tiempo, de unos hechos, la amplísima visión de un artista del que sin embargo no hay imágenes, pues él mismo se empeña en desaparecer, en no dejar rastro, en ser invisible para el mundo. Cine, fotografía y pintura filtran el mundo y demuestran que el progreso es una quimera.

   Tenemos el arte como forma de conocer el mundo y a la vez de verse interpelado, de verse casi en la necesidad de posicionarse, de casi acabar con el silencio que muestra el mal, el horror, la barbarie, los pasos de una cultura que se escribe con sangre. Admiración y rechazo. Pero digo casi. Parece que no es total, que no hay respuesta, y que si la hay, no es inamovible. Nos topamos con unos sentimientos encontrados que difícilmente pueden provocar indiferencia, pero que tienen aún más complicado hallar una salida limpia. Parece que uno se ve obligado a decidir, a situarse a uno u otro lado de la difusa frontera y acabar de alguna forma con la mirada absolutamente impune. Pero, de nuevo, sólo parece.

   Hasta qué punto puede llegar esa tensión. Hasta dónde se puede seguir jugando. Hasta dónde puede justificarse, si es que necesita alguna justificación. Qué cosas o hechos definen una u otra visión y cuándo o cómo se dice basta.
No lo tengo muy claro, pero Menéndez Salmón merece —esto sí lo tengo más claro— un sitio importante entre los grandes autores del momento, e incluso algo más.

jueves, 25 de diciembre de 2014

«El mal de Montano», de Enrique Vila-Matas



Quizá la literatura sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra, inventar un doble.


   Fascinante, absorbente. Sí, sobre todo absorbente, porque —como dice el propio narrador sobre la escritura de Walser y de Kafka— éste es un libro indefinidamente extensible, que tiene obviamente propósito, un objetivo, pero que carece de punto de llegada y que ha dibujado un camino para ese viaje sin fin como podía haber dibujado otro. Una camino que se inicia a raíz de un problema manifiesto y que defiende su postura —en un proceso casi de transformación, de reafirmación, de búsqueda de salidas, de evolución— con un formidable alegato, con ese discurso magníficamente urdido que proclama, derribando obstáculos, la supervivencia, la vida de la literatura en el ambiente hostil del siglo XXI. Podía haber sido otro discurso, claro, pero éste es memorable y sólido. Un viaje interior, una búsqueda, una obsesión, un discurrir bien fundamentado, un ir avanzando y rompiendo barreras, conscientes de que el motivo del viaje es el propio viaje, y no el destino. Puede —es casi seguro— que ni siquiera haya destino como tal.

   Después de hablar en Bartleby y compañía sobre escritores que dejan de escribir, que se alejan de la literatura, Vila-Matas pasa aquí al otro extremo y va de la mano de un personaje —Montano— enfermo de literatura. Podemos decir que el relato es real y no, pero sobre todo no. Vamos a suponer que la literatura es un juego de imposturas, de fabulaciones que tienden —sólo tienden— a lo real, y vamos entonces a decir que Montano es él —el narrador— y su hijo, pero sobre todo su hijo. Su proyección. La creación, con todo lo dicho, de Vila-Matas. Y la creación funciona. Llega a donde quería llegar, aunque éste no sea un punto definido, sino, como decía, siempre extensible. Es un mapa que encuentra nuevas conexiones a cada paso que da, que extiende el mapa de lo literario con enlaces y reflexiones y avances, y parece que nunca concluye esa capacidad de autoalimentarse; un territorio vital que, de alguna manera, va haciéndose a sí mismo, construyendo y destruyendo, confundiéndose a veces estas dos acciones en una sola que dispara en múltiples direcciones.
Al final uno se funde con la literatura, es difícil separar a ésta de la vida, es difícil delimitar con seguridad la frontera. El escritor desaparece en su obra, se diluye en ella, o así debe ser. El destino de la literatura es volcarse hacia sí misma, volver a su esencia.

   Vila-Matas modifica, ensancha la idea de la novela y si acaso del ensayo y de todo un poco. Vila-Matas encarna una de las voces —yo diría que la mejor— que vienen a renovar la literatura, a indicar los nuevos posibles caminos, a desbrozar los túneles que quieren oscurecer este mundo tan necesario o más que el no literario. Vila-Matas relaciona la literatura como muy pocos, y con él uno aprende a leer y a conectar y a proyectar, uno quiere seguir la pista que traza y seguir avanzando con esa fuerza de pensamiento del que se pasea por la tímida frontera que hay entre la realidad y la ficción, entre la vida y la literatura, tratando de mover con solvencia los mecanismos literarios.

jueves, 18 de diciembre de 2014

«Materializar el pasado. El artista como historiador (benjaminiano)», de Miguel Á. Hernández-Navarro


   Y es que, si estamos atentos, si llenamos el tiempo de experiencia, advertiremos —con Benjamin— que "no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria".


   Materializar el pasado es un magnífico ensayo que analiza las prácticas de arte contemporáneo que "vuelven" al pasado para hacer el presente; trabajan con un pasado que de alguna forma no ha pasado, que sigue aquí, que necesita su justa ubicación e interpretación aquí y ahora. Un "cepillar a contrapelo" la historia para hacer visible lo invisible, para traer a este momento lo que quedó en la sombra. Tenemos objetos donde se palpa ese pasado, una necesidad de imaginarlo, de recrearlo, y un compromiso con la historia por su carácter abierto y dispuesto a ser modificado. Se da, en general, una reflexión sobre el pasado. Un pasado que plantea preguntas, que reclama; que, siguiendo la concepción de Benjamin, está abierto y, por tanto, puede, literalmente, ser cambiado. Se relaciona la historia y la memoria, lo privado y lo público, el relato oficial y el recuerdo afectivo.

   Así, se presenta el arte como forma de resistencia a la modernidad (o a la concepción de la modernidad que anuncia la evanescencia, la pérdida de solidez, de materialidad), el arte como forma de permanencia, como algo impide el avance del progreso (o del pretendido progreso lineal) que olvida, que obvia, que entierra y deja sin resolver asuntos que necesitan ser resueltos. Estos artistas —Doris Salcedo, Francesc Torres, Virginia Villaplana y tantos otros— hacen visible el pasado, lo activan, revisan la historia valiéndose de objetos e imágenes para sacar a la luz cosas que quedaron enterradas y evitar así que mueran por segunda vez. El artista funciona de esta forma como historiador; entra, de esta manera, en el campo de lo social y lo político, no como intromisión inoportuna sino como algo que debe hacer porque, de algún modo, es quien tiene las herramientas y el lenguaje para sentir y hacer visible esa presencia que, si no, quedaría silenciada. Hay una interpelación, seguramente mutua: esos objetos parecen pedir algo, mostrar una llamada latente, y el artista siente la necesidad de obrar sobre ellos, de acudir a esa materialidad de acuerdo a una idea obviamente artística, pero también de justicia, de actualización del presente mediante un pasado que sigue presente. Se abren nuevas posibilidades, nuevos significados, nuevas formas de hacer y de entender, nuevas situaciones que pueden cambiar —revolucionar— por completo ciertas concepciones asumidas y también proyecciones futuras. Un reajuste necesario que corrige, que da un giro al pasado, e, inevitablemente, al futuro.

   Queda lejos de la intención de Miguel Ángel sugerir que todos esos artistas actúan bajo la influencia de Benjamin o que responden directamente a sus conceptos; su tesis es que mantienen una "relación de amistad" con aquellos planteamientos sobre la filosofía de la historia, y que éstos pueden ayudar a comprender este tipo de prácticas, que suponen una especie de redención de la historia, y quizá, también, del propio arte.
Gracias a las numerosas referencias, el ensayo funciona casi como punto de partida, como un mapa para buscar otras obras y seguir la pista a estas estrategias que nos hablan, al fin, sobre el tiempo y sobre nosotros mismos inmersos en él, actuando en él.

domingo, 14 de diciembre de 2014

«Lo que entiendo por soberanía», de Georges Bataille



   Aquí tenemos unas notas introductorias, la primera parte de La soberanía y los dos últimos capítulos de la cuarta parte. Presenta una nueva filosofía de la historia (sociedades de consumición-sociedades de empresa-sociedad moderna, capitalista), una reflexión sobre las dimensiones esenciales de la vida (experiencia) humana. Una confrontación que se hace irresoluble. Antonio Campillo introduce la obra de forma lúcida y asequible, de manera que uno da un paso importante para acercarse a la lectura y a Bataille en general.
   Creo encontrar un motivo principal en el atractivo que presenta Bataille (1897-1962): más que decantarse por una filosofía, más que perseguir una línea concreta, más que asentarse en una disciplina independiente o en un género literario y permanecer ahí, transita por la frontera que las separa, despliega su inteligencia problematizando aspectos que miran un poco más allá, que hurgan entre el saber objetivo y el saber subjetivo, que prefieren avanzar a tientas y con fuerza, desbrozando el camino, aunque finalmente acabe en nada. Habría que situarlo a caballo entre el existencialismo y el estructuralismo, moviéndose con una vida y pensamiento paradójicos que difícilmente puede uno desvincular de sus posteriores planteamientos. Su objetivo está en el propio camino y no en una meta particular; el suyo es un trabajo de búsqueda que vive mientras continúa buscando, como si detenerse en un punto fuera dar por finalizado algo que de ninguna manera acaba ahí. Bataille emprende la búsqueda, a modo de arriesgado juego, con una fuerza de pensamiento inusitada y valiente.
   El pensamiento soberano no depende de ningún fin práctico que pudiera hacerlo servil, no mira a un futuro sino al instante mismo, no teme a la muerte, avanza como si nada pudiera aplacarlo y Bataille lo demuestra mientras trata el asunto. Es ésta una reflexión existencial que parte de la experiencia y que se da en una escritura confesional, a la vez abierta y secreta, conectada con el mundo. Bataille se pone en juego, participa de lo mismo que le pide al lector: exponerse para entablar con él esa comunicación directa. 
   Literatura y arte como comunicación. Trabajo, erotismo, muerte; el movimiento que guía la vida interior. Al fin, destrucción.
   Bataille se mueve entonces en esa tierra de nadie, en esa tensión entre filosofía y literatura, trabajo y fiesta, saber y no-saber. Sostiene que la sociedad no se rige por el principio de utilidad, sino por el de derroche. El deseo queda puesto en suspensión para que pueda darse el trabajo, que humaniza; pero la soberanía se da en la transgresión de esa continuidad, en la transgresión de la ley. Hay un movimiento entre una moral de la cumbre y una moral del ocaso que cualquiera puede sufrir.

   Leer a Bataille supone situarse en esa vía abierta de búsqueda incesante, y supone acercarse a la puesta en marcha de todo un artefacto vivo y feroz que piensa el mundo en unos términos vitales e inclasificables que encuentran precisamente en esa independencia y autonomía su mayor atractivo.

viernes, 12 de diciembre de 2014

«El informe de Brodie», de Jorge Luis Borges



Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
(...)
Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.

Es Borges, y es grandioso. Aun cuando no despliegue los caminos laberínticos y del todo maravillosos que despliega otras veces, aun cuando estos relatos se acerquen más que otros a una visión realista. Son más sencillos, más lineales, más directos, y casi todos parecen guardar algún parecido: el destino prácticamente inevitable, una tensión vital, la memoria como rescate y a la vez como alteración del recuerdo (que cruza a veces la imaginación) que se va a narrar y que es ya, entonces, un algo nuevo, pero al mismo tiempo igual a aquello que aconteció. Unos hechos que a veces, al ser recordados y contados, cambian, o encuentran alguna pieza que les da un sentido distinto. Confesiones, descubrimientos, huidas, enfrentamientos que arrastra el tiempo, duelos que apuntan en varias direcciones.
Con Borges se disfruta y se aprende. Quizá este compendio no (me) produzca tanta exaltación como otros de los suyos, pero hay que leerlo. Borges tiende a ser inabarcable. 

martes, 9 de diciembre de 2014

«Filosofía para desencantados», de Leonardo da Jandra



Ésta debe de ser una de esas obras que uno recomienda fervientemente aunque no tenga muy claro hasta qué punto comparte las conclusiones propuestas (y, afinando un poco, hasta qué punto comparte incluso el tono del discurso). Pero es valioso, sí. Intuyo que si el lector siente cierta incomodidad o en algún punto de la lectura tiene ganas de parar, de buscar ese punto anterior desde donde volver a mirar y revisar el relato para ver si algo falla, entonces Da Jandra ha cumplido buena parte de su objetivo. Por unas u otras razones, uno sale de esta lectura con algo que antes no traía: un poco de luz para las viejas ideas, alguna modificación en el enfoque de ciertos planteamientos y funciones, o igual sólo una sonrisa (más) desencantada e irónica que dé pie a una nueva búsqueda. De cualquier forma, merece la pena dedicarle un rato.

Da Jandra viene feroz manteniendo que el conocimiento es experiencia vital, que la lógica y la pura intelectualidad no bastan para pensar el mundo; que hay que llevar la filosofía a otros estadios más accesibles a la vez que se la despoja de torpeza. Viene a repensar la ética, a ubicarla en el marco de la sociedad y a situarla por encima de la autogratificación, por encima del egocentrismo y con la vista puesta en un sociocentrismo que pueda llevar al cosmocentrismo que salve esa confrontación dualista que nos dio un cruento siglo XX. Plantea una libertad venida de esa ética de la cooperación, no de la confrontación; una filosofía que abra caminos no negando el mundo dualista sino integrándolo en un mismo propósito. Una filosofía que permita avanzar a otras disciplinas y que avance ella misma mediante este trabajo de desbrozar y conjugar, de abrir y unir caminos, de formar parte activa de la vida.
Es muy fácil identificar el ambiente, la decadencia, las dudas y los problemas que Da Jandra pone sobre la mesa y sumarse a ellos; participar del desarrollo que sostiene ya es otra cosa. De hecho, considero bastante difícil que el lector cierre el libro asintiendo por completo a la exposición. Se hace extraño (o se me ha hecho a mí, en fin) ver a un mismo nivel la propuesta inicial y sus posteriores (aunque no definitivas) conclusiones. Pero puede que haya dos partes diferenciadas (no explícitamente), y que el valioso aporte de Da Jandra radique más en la primera —el valiente ataque a esa lucha entre filosofías, el alejamiento de lo estrictamente académico, la agrupación de tendencias en la medida de lo posible— que en la segunda —su aplicación, su personal toma de postura a ese principio necesario aquí y ahora—.

Decía que no tengo muy claro hasta qué punto coincido con Da Jandra por las conclusiones, por el contenido con que llena el método. El método es muy deseable, quiero suponer. La actitud guerrera de Da Jandra ofrece aliento a una filosofía (o un mundo) llena de hastío que puede tomar así un impulso renovador y encontrar nuevos lugares propios. Resolución y no disolución de los problemas (en tanto que éstos son verdaderos problemas). Es una forma de salir del estancamiento, de mirar un poco más allá y al menos creer que una nueva filosofía —un nuevo enfoque, un ajuste en la proyección— es posible y, más aun, necesaria. Una armonización, una integración de filosofía analítica y filosofía narrativa o imaginativa, de teoría y praxis, de ciencia y religión, de encrucijadas. Una forma de ampliar el horizonte de comprensión y de guiar adecuadamente ese tránsito que no tiene objetivo concreto y determinado; tránsito, en fin, que acaba teniendo como razón de ser el propio camino que se va haciendo conforme a los requerimientos de su realidad y que debe atender a los distintos focos que le afectan.

Retomando entonces lo que dije al inicio, recomiendo fervientemente Filosofía para desencantados. Y a ver qué pasa.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

«Para Isabel. Un mandala», de Antonio Tabucchi


Se limitó a decirme: déjeme filosofar, por lo menos sobre esta última foto,, se me viene a la cabeza que alguien ha dicho que la fotografía es la muerte porque fija el instante irrepetible. Se pasó la fotografía entre los dedos, exactamente igual que si fuera un juego de naipes, y continuó: pero luego me sigo preguntando: ¿y si en cambio fuera la vida?, la vida con su inmanencia y su perentoriedad, que se deja sorprender en un instante y nos mira con sarcasmo, porque está allí, fija, inmutable, y en cambio nosotros vivimos en la mutación, y entonces pienso que la fotografía, igual que la música, capta el instante que no logramos captar, eso que hemos sido, eso que habríamos podido ser, y contra ese instante no hay nada que hacer, porque le asisten más razones que a nosotros, pero ¿razones de qué?, acaso razones del cambio de este río que fluye y que nos arrastra, y del reloj, del tiempo que nos domina y que nosotros intentamos dominar.


Parece la novela póstuma (más o menos completa, no importa demasiado) que mejor puede iluminar a Tabucchi, y parece incluso una muestra extensible al trabajo de tantos otros. Es una magnífica aproximación a la conclusión, o, mejor, al final (sea como sea, concluso o no) de una carrera, de una búsqueda. Una búsqueda llena de interrogantes, repleta de vacíos que parecen interpelarnos, aunque no quede muy claro si son ellos los que se dirigen a nosotros o nosotros los que insistimos en preguntarles, en hallar algo en ellos, en resolver un entuerto que hemos supuesto entuerto y, además, resoluble. Una búsqueda incansable que va rodeando su objetivo, acercándose a él, uniendo unos puntos y otros, conectando paisajes, construyendo la senda de una obsesión personal que de alguna forma tenía que ser recorrida y aliviada, si es que es posible.

Obsesiones recurrentes, extrañezas, sombras, memoria, fantasmas personales, imágenes evocadoras, realidad presente que se esfuma o realidad pasada inaccesible, tiempo que confunde y se confunde. Literatura. Es una persecución que a veces parece no tener muy claro su objetivo. Uno no sabe si efectivamente persigue algo o si se persigue a sí mismo, suponiendo o queriendo creer —a menudo sin convicción, sólo como excusa— que al final del camino no hay simplemente nada
   
  Escúcheme, señor Almeida, dije yo, cuéntemelo todo. Él me miró con sus ojillos claros, se sirvió otro vasito y se lo pimpló de un trago. ¿Todo el qué, preguntó. Todo, dije yo. Todo es nada, contestó él abriendo los brazos.

Tabucchi explora la historia de Isabel (desaparecida y dada por muerta) y la suya propia moviéndose mediante círculos concéntricos, intentando completar así el marco de su búsqueda. Va tras los pasos de Isabel con la certeza de que las cosas no ocurrieron como le cuentan, haciendo historia, nadando en una neblina donde confluyen realidad e imaginación y donde el tiempo se espesa y esa búsqueda obsesiva llega casi a diluirse; cae probablemente en esa no-respuesta y a la vez meta efectiva, sabida de antemano, hacia la que puso rumbo. Lo que ocurre en el exterior y lo que ocurre dentro de esos espacios mentales no coincide, hay un ligero desequilibrio que parece el motor y supone el fracaso de la búsqueda, y, así, de alguna manera, ésta llega donde tenía que llegar.
Pese a lo que pueda parecer, es una obra ligera, con cierto aire poético; una ligereza poética que va marcando el paso de la dichosa búsqueda, y que va haciendo de esta novela una pequeña gran obra, una muestra casi anecdótica de la literatura, de la memoria, de la creación. De uno mismo.

  ¿Qué significa perder los confines?, le pregunté, discúlpeme, Lise, pero me gustaría entenderlo. Ella sonrió su sonrisa lejana. Significa que el universo no tiene confines, contestó, eso es lo que significa, y por eso estoy yo aquí, porque yo también he perdido mis confines.


lunes, 1 de diciembre de 2014

«La mujer zurda», de Peter Handke



La soledad es causa del más gélido, del más repugnante de los sufrimientos: el de la inesencialidad. Después uno necesita gente que le enseñe que todavía no está del todo degenerado.


Es curioso: uno lee este libro, en el que no pasa nada, y continuamente tiene la inquietud de sentir alguna voz muda que lucha por darte una bofetada, por mostrarte algo que sin embargo ya conoces y por ello no se cuenta. No es ya el silencio o el juego entre lo que se dice y lo que se calla, sino la sensación de que detrás de toda la puesta en escena hay un movimiento que se viene arrastrando. Es una escena en la que todo sigue una línea relativamente normal. Para muchas acciones no hay explicación lógica, no hay razón que confirme que eso pasa por este o aquel motivo, pero es así y, de alguna manera (aunque sea lejana), se entiende. 

Handke hurga sutilmente en la psicología y en la vida interior y expone esos comportamientos sin destriparlos. Sólo se intuye algún pozo sobre el que flotan reacciones e impulsos, tendencias humanas, pero se queda ahí, en saber que hay algún tormento o mero transcurso que condiciona lo presente. Quietud. Inercia. Nada supone nada, nada cambia nada.

La lectura es extraña. Los personajes son extraños. El escenario es extraño. El tiempo es extraño. Puede que haya una fina línea que separa la exaltación del lector y su desprecio. Pero hay que saber mirar. Algo hace pensar que Handke se acerca bastante a su objetivo, incluso lo logra. 
En un momento dado Marianne (la mujer) decide que Bruno, su marido, debe irse. Y ya. Soledad, relaciones cruzadas que no tienen un desarrollo como tal. Incomunicación. Algo que no se rompe, que ya surgió roto, que su estado es ese. Es imperfecto, y está bien así. Hay que mostrarlo y poco más.

El espacio es reducido. El exterior es frío y tiene poco interés. El foco es otro. Hay en la mujer un espacio estrecho que se refleja en ciertas ocasiones. Hay, parece, un alejamiento de la literatura (o de lo que entendemos hoy por literatura) para acercarse a una simple observación, a unas personas normales de las que surge una obra como ésta. 
Hay que leer La mujer zurda, y hay que sentir eso que Handke (no) quiere transmitir. Sea lo que sea.