jueves, 25 de diciembre de 2014

«El mal de Montano», de Enrique Vila-Matas



Quizá la literatura sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra, inventar un doble.


   Fascinante, absorbente. Sí, sobre todo absorbente, porque —como dice el propio narrador sobre la escritura de Walser y de Kafka— éste es un libro indefinidamente extensible, que tiene obviamente propósito, un objetivo, pero que carece de punto de llegada y que ha dibujado un camino para ese viaje sin fin como podía haber dibujado otro. Una camino que se inicia a raíz de un problema manifiesto y que defiende su postura —en un proceso casi de transformación, de reafirmación, de búsqueda de salidas, de evolución— con un formidable alegato, con ese discurso magníficamente urdido que proclama, derribando obstáculos, la supervivencia, la vida de la literatura en el ambiente hostil del siglo XXI. Podía haber sido otro discurso, claro, pero éste es memorable y sólido. Un viaje interior, una búsqueda, una obsesión, un discurrir bien fundamentado, un ir avanzando y rompiendo barreras, conscientes de que el motivo del viaje es el propio viaje, y no el destino. Puede —es casi seguro— que ni siquiera haya destino como tal.

   Después de hablar en Bartleby y compañía sobre escritores que dejan de escribir, que se alejan de la literatura, Vila-Matas pasa aquí al otro extremo y va de la mano de un personaje —Montano— enfermo de literatura. Podemos decir que el relato es real y no, pero sobre todo no. Vamos a suponer que la literatura es un juego de imposturas, de fabulaciones que tienden —sólo tienden— a lo real, y vamos entonces a decir que Montano es él —el narrador— y su hijo, pero sobre todo su hijo. Su proyección. La creación, con todo lo dicho, de Vila-Matas. Y la creación funciona. Llega a donde quería llegar, aunque éste no sea un punto definido, sino, como decía, siempre extensible. Es un mapa que encuentra nuevas conexiones a cada paso que da, que extiende el mapa de lo literario con enlaces y reflexiones y avances, y parece que nunca concluye esa capacidad de autoalimentarse; un territorio vital que, de alguna manera, va haciéndose a sí mismo, construyendo y destruyendo, confundiéndose a veces estas dos acciones en una sola que dispara en múltiples direcciones.
Al final uno se funde con la literatura, es difícil separar a ésta de la vida, es difícil delimitar con seguridad la frontera. El escritor desaparece en su obra, se diluye en ella, o así debe ser. El destino de la literatura es volcarse hacia sí misma, volver a su esencia.

   Vila-Matas modifica, ensancha la idea de la novela y si acaso del ensayo y de todo un poco. Vila-Matas encarna una de las voces —yo diría que la mejor— que vienen a renovar la literatura, a indicar los nuevos posibles caminos, a desbrozar los túneles que quieren oscurecer este mundo tan necesario o más que el no literario. Vila-Matas relaciona la literatura como muy pocos, y con él uno aprende a leer y a conectar y a proyectar, uno quiere seguir la pista que traza y seguir avanzando con esa fuerza de pensamiento del que se pasea por la tímida frontera que hay entre la realidad y la ficción, entre la vida y la literatura, tratando de mover con solvencia los mecanismos literarios.

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