lunes, 24 de febrero de 2014

«Perder teorías», de Enrique Vila-Matas




La espera. El sentido que la espera, precisamente por ser lo que es y no en virtud de algo externo —del lugar al que parece apuntar, de su motivo, de aquello por lo que es espera—, se confiere. La espera como fin en sí mismo.
Un escritor —el propio Vila-Matas o no, un soñador o no, un esperador o no, qué más da, al fin y al cabo— al que nadie atiende en el hotel de Lyon donde iba a hospedarse con motivo de unos Encuentros Internacionales de la Literatura. 
Ficción y realidad, viajes a ninguna parte; teorías.
En el hotel, mientras aguarda, concibe aquella teoría general de la novela (de la novela del futuro, o igual sólo de su próxima novela) sobre la que discurrirá y con la que logrará liberarse, quitarse un peso de encima, paradójicamente:

La «intertextualidad» (escrita así entrecomillada).
Las conexiones con la alta poesía.
La escritura vista como un reloj que avanza.
La victoria del estilo sobre la trama.
La conciencia de un paisaje moral ruinoso.

Francamente, que estas pautas sean aplicadas en Dublinesca me parece sólo anecdótico. Quizá con ello se consiga, sí, el rumor risueño, cómplice, de la relación entre ambas, que puede darle otro valor. Pero, aunque ciertamente Dublinesca pueda ser la extensión práctica de este engranaje y un ejemplo genial, me parece que Perder teorías puede funcionar perfectamente como obra aislada, como otra parte de Vila-Matas, porque tiene fuerza —y muy buena— por sí sola.
Después de todo, puede ser sólo otra teoría más (aunque muy atractiva) y Dublinesca, salvando lo salvable, una de las novelas que podrían surgir de la armonía de esos cinco puntos.
Y es que al final, el susodicho se desembaraza de la teoría, se deshace de ella, y en algún momento piensa para qué la quiere. Más allá: sostiene que la teoría es posterior a la novela. Que se escribe desde esa incertidumbre, desde el arrollador qué pasará que mueve al escritor a ir a por las letras y a captarlas como pueda.
Se juega con el vacío de todo, con la ingravidez, con el viaje iniciático, con la salvación de la literatura, con el eco de esa voz que proclama la falta de sentido y que, al mismo tiempo, ofrece un sentido; con estos y ramalazos que sugieren y recuerdan otros aspectos de la obra de Vila-Matas.

Es decir, que mi teoría de Lyon no había sido más que un acta levantada con el único propósito de librarme de su contenido, tal vez un acta levantada con el propósito exclusivo de escribir y perder países, de viajar y perder teorías, perderlas todas.

Vila-Matas es magnífico, magnífico.

«La invención de la soledad», de Paul Auster

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Fue. Nunca volverás a ser. Recuérdalo.

Cuando todo ha acabado, o cuando una etapa ha cerrado sus puertas, queda el resorte del recuerdo para revivir lo pasado, escribirlo y asimilarlo. 
En la primera parte del libro, Retrato de un hombre invisible,  hay un magnífico despliegue del carácter del padre del propio Auster y de las circunstancias que —al menos en buena parte— le llevaron a eso. Las descripciones están tan bien dirigidas que en más de una ocasión puede que quien lea sienta de pronto que le escriben a él, o que le resulten sospechosamente familiares. Escritas con una calma y lucidez admirables, se hacen envolventes, poderosas, a pesar de venir de una inspiración negativa.
De ese vacío que ya en vida sostenía su padre con la propia extrañeza de sí mismo, de la distancia casi inevitable, se sigue la extensión de la soledad a la que alude Auster al escribir, pero una soledad de la que, como el escritor que dispone a crear, emerge compañía, hay algo. No es un reproche al padre, ni un ataque; seguramente, una forma de acercarse a él, de poner sobre la mesa lo que había y analizarlo, de resignarse de forma más o menos neutral. Es la frustración de esa distancia, de no poder alcanzar algo que, sin embargo, estaba muy cerca, pero a prueba de bombas. 
Puede que el hecho de que sea un escrito para sí mismo y no tanto para el público le despoje de otros artificios formales, se desentienda, aunque no del todo, de la forma externa y tome un cariz más acogedor, más permisivo si acaso.
El Libro de la Memoria se aleja de esa sensible regresión para pasar a otra, distinta pero con semejanzas. Ahora él es padre y él analiza y se analiza. Con una serie de saltos perfectamente conectados —destaco la interpretación que va haciendo del Pinocho de Collodi hasta acabar el libro— va reorganizando las piezas de una vida, sus recovecos, sus huidas, su soledad y sus proyecciones, hasta formar un todo sin fisuras valiéndose del arma que le es indiscutible: la literatura y la propia escritura que va haciendo. De manera que Auster escribe y se escribe, lee y se lee, analiza y se analiza para acabar, al fin, en el mismo punto, para re-encontrarse y hallar un remanso de tranquilidad, de amable ajuste de cuentas consigo mismo y con la situación.

miércoles, 19 de febrero de 2014

«Ella era Hemingway / No soy Auster», de Enrique Vila-Matas




Que Vila-Matas tiene un trasfondo inmenso y multidireccional es algo que ya he dicho aquí, o he dejado ver con mi admiración hacia él. Lo que no había comentado es que también es humano, quizá bastante. 
En estas dos breves notas tenemos un desgajo de él. No una confesión, no lo creo; eso sería señalar a otro rumbo o desviarse ligeramente del tema. Esto es más bien poner un poco las cosas en su sitio, sobrevolarlas y acariciarlas —a la vez que se muestran—, sacarlas a la luz pero no con efervescencia o pasión, igual sólo con un poco de sentido del deber o de casi compromiso con uno mismo, y con la calma que implica esa seguridad. 



En Ella era Hemingway Vila-Matas asalta El gato bajo la lluvia, ayudándose (él o el profesor del cuento, já) de sus alumnos para comprender mejor ese vacío silencioso que imprime Hemingway a sus relatos, y concluye con eso que la gracia radica en la falta de misterio en sus cuentos, en la falta de necesidad de interpretar, pues puede no haber porqué. Sin embargo, sostiene certero, comprenderlo todo sería una condena, y al fin y al cabo los relatos del bueno de Hemmingway están de alguna manera abiertos, vacíos pero completos, aunque no todo se vea: la gran historia está bajo la superficie.

En No soy Auster —me gustan los títulos que se implican, que comentan la historia con media sonrisa— Vila-Matas viene a defender a Auster, al encanto de éste, a esa conexión que posee —como otros, sí— y que envuelve al lector, o al buen lector, con esa particular armonía. Él, a pesar de las risueñas semejanzas, no es Auster, y se alegra de no serlo; si no, no tendría esa referencia, le faltaría ese alguien a quien admirar, estaría solo. 

 


Pero no está solo. No están solos.
Y menos mal.

lunes, 17 de febrero de 2014

«Bartleby y compañía», de Enrique Vila-Matas




Detrás de lo que golpea a uno sólo con empezar a leer —relatos de escritores que dejan de escribir, que caen en un silencio imperioso, en el preferiría no hacerlo del síndrome bartleby— encontramos el trasfondo de la propia vida, motor e impedimento de ese particular discurrir. 
Lo dice el propio Vila-Matas: Contrariamente a lo que se cree, no hablo exactamente en este libro de escritores que dejaron de escribir sino de personas que viven y luego dejan de hacerlo. De fondo, eso sí, el gran enigma de la escritura que parece estar diciéndonos que en la literatura una voz dice que la vida no tiene sentido, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido. 
Creo que rescato esa última parte, esto es, la voz que anuncia ese sinsentido ofreciendo al mismo tiempo el propio sentido, el motivo casi resignado.

Después de una breve y clara exposición de los hechos que provocan la creación de la obra, arrancamos con el asalto a esos personajes, a los sucesos que los llevaron a preferir no hacerlo. Escritores que dejan de escribir, que se retiran, pero se retiran de la vida, se retiran, diría, a ellos mismos; se borran del mapa, escapan. Escritores que, como el Bartleby de Melville, prefieren no moverse, no escribir, no permanecer, rondar en torno a la nada, al vacío, al silencio, quizá a lo que dicen no-diciendo. 

Con una serie de notas a pie de página que comentan un texto invisible, vamos saltando (y conectando) unos y otros escritores que han caído de una u otra forma en ese laberinto del No, que se han visto sobrepasados por alguna situación, o que sencillamente escribieron algo y quedaron sumidos en esa ingravidez de inactividad, que es, a la vez y a su modo, otra forma de actividad. Y es que no están al mismo nivel el cese de esa escritura a causa del suicidio (causa de poca valía, forzosa, sin tregua posible ni marcha atrás) que de la ausencia voluntaria, ese no-estar estando, donde el actor se echa a la espalda la negación del mundo, distanciándose. Escritores que quisieron encontrar la esencia de la literatura y se toparon con el desconcierto o con la imposibilidad, que quisieron asir el humo en sus manos, que quisieron abarcar en sus escritos tanto como creyeron concebir en su cabeza y en su vida y quedaron paralizados, o que sencillamente algo en ellos se desvaneció, y encuentran (o no) su justificación para no hacerlo.
Como un sendero que alude continuamente al propio mal que describe y que a ratos lanza advertencias, el narrador anuncia que teme caer en lo mismo (¡artificios!), en esa negación, en ese momento en que deje de escribir (que resulta, a la vez, el antídoto del mal). Vamos leyendo las notas al pie de un texto invisible, no escrito o al menos no aquí; vamos leyendo sobre esa imposibilidad de escribir por la que pasaron otros, sobre cómo se vieron superados, a veces, por ellos mismos; por la conciencia de no poder hacer algo mejor, o, sencillamente, algo de trascendencia que los sacara de esa inmovilidad, de esa retirada (a veces hasta gratificante).

Con Vila-Matas nunca puedo pasar como si nada, nunca quedo impasible; creo, incluso, que sería raro que alguien pudiera. Hay fragmentos que te retuercen las entrañas, como si un puño te golpeara los sesos y obligase a seguir leyendo (y bueno, uno tampoco se resiste, por si acaso) y a asistir a la puesta en escena, al discurso bien forjado y agradable, aunque a veces incómodo, con esa incomodidad de no poder ser un mero espectador, de no poder mantenerte al margen o al menos no todo lo que quisieras, si es que quisieras.

Si a partir de esa breve pero abismal exposición del motivo de esta novela entramos de lleno en ella, en ese análisis de bartlebys, acabamos con el de Tolstói y con una casi esclarecedora sentencia: Muchos años después diría Beckett que hasta las palabras nos abandonan y que con eso queda dicho todo.