sábado, 31 de mayo de 2014

«La habitación oscura», de Isaac Rosa




Hay un recuerdo, o una estancia de recuerdos, un añoranza deformada que sirve de arranque y hace evocar otros tiempos. Puede que sólo creer en esos otros tiempos como forma de mantener a flote un presente que hace aguas y donde todo apunta a que tarde o temprano se irá a pique. Eran (éramos) otros. Otro hacer, otro pensar, otras reacciones. No se sabe muy bien cuándo ni de qué manera, pero el desenlace parece obvio. Con todo, se toma como algo lejano, en tiempo y en espacio; como algo de lo que se puede huir, de lo que no hay excesivas pruebas.

La habitación oscura surge por accidente, si acaso podemos manejar un término así. El caso es que un apagón da la idea y a raíz de eso parece que no hay marcha atrás. La habitación oscura marca un punto de inflexión, una partida sin retroceso. Entras en la habitación y es familiar por el uso, por la costumbre, pero nada más. Quiero decir que no hay referencias ya ni de uno mismo, el espacio se hace muy vago y el tiempo casi también. Ahora reina la oscuridad y todo lo que en ella se deposita, confianza incluida. Si al principio la habitación era la novedad donde apartarse de lo establecido, más tarde será un refugio donde despojarse del mal cotidiano, una vuelta a ese impulso anterior, al origen de todo aquello. Es un espacio donde evadirse, donde volcar las frustraciones y los desechos del día a día, un nido de relaciones ciegas, de sexo casi anónimo y silencioso ávido de emociones, de paz, de sosiego, de gozo en la cómoda oscuridad, de desprenderse de lo que sobra y salir de allí de alguna forma renovado. El lugar funciona como representante del agobio, de esa opresión, como refugio, como lugar de aislamiento donde acallar vocecillas estridentes. Un lugar donde reducir un poco la velocidad, donde distanciarse de la apabullante modernidad. (...) toda una vida subterránea que nunca saldrá a la luz pero que con su energía hace posible la vida sobre la superficie.

El eje sobre el que gira todo el asunto no es ninguna novedad, pero quizá sí la forma de exponerlo: los truncados sueños y proyecciones de una generación que se ve rota, con mucho pasado y poco futuro, desvalida, impotente, a veces rabiosa y queriendo salir por donde sea, si es que se puede. Una generación y un contexto que conectan de lleno con la actualidad, y probablemente más con el tipo de lector que pueda acercarse a la novela y la lea con cierta perspectiva. 
Parece que la habitación oscura cambia igual que ellos: Quién nos iba a decir que la habitación oscura acabaría convertida en un escondite. No ya un refugio, donde ponerte a salvo unas horas: un escondite, un agujero.

La habitación como soporte de la realidad, como si la llevara a hombros y fuera su sustento, la forma de que no se venga definitivamente abajo y todo colisione. 
No hay narrador concreto. La historia la cuentan todos, como si todos hablasen (o recordasen), y todos fueran uno formando una polifonía a la que uno no termina de saber si acercarse o mantener las distancias, aunque, en esta ocasión, no un grupo que así cobra más fuerza, no tanto un bloque sólido como el eco de ese conjunto de voces que están todas a la deriva y que intentan buscar explicaciones y correr, a distintos niveles. Igual que los niveles de la narración, o algo parecido. En esa apabullante modernidad que decía antes parece que todo está vigilado, que nadie pudiera escapar de ser captado por una cámara o de su propio rastro. Ni siquiera en la completa oscuridad. Ni siquiera en el lugar más seguro del mundo. Hay cosas que no se ven, pero puede que siga latente la sensación de que sí, de que no hay escapatoria.

Al final el peligro no está fuera, sino en el propio grupo. Pero no podemos perder de vista la oscuridad, la parte invisible que mueve algunos resortes. Un marco de relativa seguridad y a la vez de inquietud, de miedo, de desconfianza. Porque quizá da igual quién haya sido o sea culpable. Quizá no haya un tú o un yo, o igual sí pero no sirva de nada delimitar esa diferencia, dadas las circunstancias.

Está muy, muy bien. Considerablemente bien armada, hilvanando a conciencia cada pasaje y valiéndose de una forma que acaba logrando su cometido, que ya desde el inicio va trabando una relación de distancia y acercamiento con el lector, de que éste vaya completando intuitivamente ciertos bosquejos y termine posicionándose o, al menos, repensar el asunto, apretar algunos tornillos.

domingo, 25 de mayo de 2014

«Shakespeare nunca lo hizo», de Charles Bukowski




Es curioso ver que cuando algo se interioriza llega casi a automatizarse, a ser natural. Aquí Bukowski escribe como de pasada, redactando la crónica de un viaje, de una carrera literaria que va siendo también la de su vida y la de sus conocidos ramalazos. A veces parece que más que escribir golpee el papel, lo manche, escriba con saña —aunque de tanto en tanto se intuya algún atisbo de serenidad—, y le salga bien.
Año 78; Bukowski, como otros escritores americanos, es más conocido en Europa que en su tierra. Supongo que no se puede decir que viniera con ilusión, si es que tenía alguna ilusión, pero sí que iba con su peculiar prisma y su bebida (o en busca de ella) y sus certeras descripciones arrojadizas y comentarios mordaces e ingeniosos. Con su ingenio personal, claro. Y con sus reflexiones salvajes

Las entrevistas matinales siempre eran las más duras, resacoso, intentando tragarme la cerveza. No, no tengo ni idea de por qué soy escritor. No, mi obra no tiene un significado especial que yo sepa. ¿Céline? Oh, claro. ¿Por qué no? ¿Si me gustan las mujeres? Bueno, a la mayoría prefiero follármelas que vivir con ellas. ¿Qué creo que es importante? El buen vino, la buena fontanería y poder dormir hasta tarde por las mañanas. ¿Que si de verdad me molestáis? Claro que sí. ¿Esperáis que empiece a mentir a los 58 años? Invitadme a una copa. No, no fumo porros. Esto es sher bidi de Jabalpur, la India...



Se presenta como uno de esos buenos desencantados que no lo han perdido todo, aunque no sepa muy bien qué le queda, pero tampoco le importa mucho. Si queda miseria y confusión y pérdida e indecencia quizá sea que es eso lo que toca. Quizá sea que el eco de ese sinsentido sea lo que acaba por dar un motivo, como él mismo vendrá a decir por ahí. Eso debe de ser. El hedor de la inmortalidad. O un epílogo a base de poemas en los que palpita y retumba su voz.

miércoles, 21 de mayo de 2014

«Punto omega», de Don DeLillo




—No mis libros, ni las conferencias, ni las conversaciones, nada de eso. El puñetero padrastro, la piel muerta, ahí es donde estoy, mi vida, de entonces a ahora. Hablo en sueños, siempre lo hice, ya me lo dijo mi madre en aquel entonces y no necesito que nadie me lo diga ahora, lo sé, lo oigo, y esto es lo más significativo, alguien debería estudiar lo que la gente dice en sueños, ya lo habrán hecho seguramente, algún parlalingüista, porque tiene más significado que las mil cartas personales que un hombre puede escribir en toda su vida y también es literatura.

Pasar un rato con Don DeLillo supone abrir los ojos y fijar la atención cada poco y preguntarse qué está pasando y todo eso. Cómo puede fragmentar así la realidad. Como puede cambiar la cadencia real a su antojo, cómo puede ser que la respiración se acompase con esa lentitud subyacente, con el paso de un tiempo que desacelera, que se hace movimiento y te obliga a encogerte de hombros y asentir. O más o menos. 
La vida se proyecta en esos reductos de intimidad banales y mal asentados, en esos tiempos muertos, de conciencia solitaria, dedicados a nada. Y no se puede atrapar con palabras, dice Don DeLillo (aunque resulte paradójico, visto lo visto). No hay ornamentos. Sí hay un mínimo foco desde el que despega una escritura seca y silenciosa que va dibujando el marco donde se presenta todo el asunto, con cierta impasibilidad. (...) llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Pues ahí, debajo de todo eso, discurre Don DeLillo. Como si fuera levantando placas y corazas y retratando lo que ve a su paso.
Para acercarse a su lectura hay que entrar en escena, y parece que esta frase viene bien para esta novelita. Hay que ser el tercero en discordia, pero un tercero distante, sólo espectador a merced de la proyección. Los detalles se configuran mediante el silencio, mediante el sosiego, dando tiempo para poder ver.

El más ligero movimiento de la cámara era un profundo desplazamiento del espacio y del tiempo pero la cámara no se movía ahora. Anthony Perkins está volviendo la cabeza. Era como en números enteros. El hombre podía contar las gradaciones en el movimiento de la cabeza de Anthony Perkins. Anthony Perkins vuelve la cabeza en cinco movimientos incrementales y no es un gesto continuo. Era como ladrillos en una pared, claramente contables, no como el vuelo de una flecha o el de un pájaro. Más bien no era ni dejaba de ser parecido a nada. La cabeza de Anthony Perkins girando sobre el tiempo en lo alto de su cuello largo y delgado.
(...)
La naturaleza de la película permitía la concentración total y también dependía de ella. El implacable ritmo de la película carecía de significado sin una correspondiente atención, sin el individuo cuyo absoluto estado de alerta no traicionara lo que se requería.

De alguna manera DeLillo da forma a cosas sin forma, imbuye a la mente del lector un estado de cosas del mundo que antes no estaban, que ahora se visualizan como una secuencia en blanco y negro, detenida, y a veces casi punzante. Las palabras e imágenes sencillas construyen la gran realidad. De ese foco concreto que decía antes, de esa imagen sutil, se crea el propio mundo, una pulsión de muerte silenciosa. Es un artificiero preciso, sereno e increíble. Hay una especie de tensión que parece bien amarrada, que no parece que vaya a romperse nunca.
Un joven director de cine quiere filmar a Elster, asesor de guerra del Pentágono, con un primer plano: sólo su rostro hablando y sintiendo, sólo él confesando, eso será la película; lo demás da igual, el fondo será el fondo, el ruido será el ruido, los cortes serán los cortes. La idea y el concepto serían la idea y el concepto. Y el punto omega.
A veces hay que hacer un esfuerzo para ver lo que sucede delante de nosotros.
Una galería de arte cerebralmente muerta. No ocurre nada. Pero algo parece fraguarse.
Y al final, todo puede ser el trasunto del trasunto del trasunto de... Distancia.

Empezó a pensar en la relación entre una cosa y otra. Esta película tenía la misma relación con el filme original que el filme original tenía con la experiencia vivida. Esto era la desviación de la desviación. El filme original era ficción, esto era real.

Al llegar la hija de Elster, hay un cambio. La cadencia bien controlada continúa, pero algo se tambalea (un poco). Ella ha desaparecido, se ha esfumado como si un desgajo de realidad también hubiera desaparecido. Esa realidad que se iba configurando ahora tiene huecos que no consiguen llenar, huecos que la misteriosa muchacha va a dejar abiertos, huecos por donde acceda la zozobra y la cadencia sea un poco angustiosa. Parece representar esa distancia que antes era casi sólo un concepto. Ella vive aparte, siente y piensa aparte, pero no mantiene a los dos tipos aparte, sino que hay una extraña atracción. Una relativa vida interior. Elster parece verlo y saberlo.
Un bofetón, y más distancia. Regreso a la realidad fraccionada. Vuelta al trasunto, a la copia de la copia. Punteado de DeLillo sobre un lienzo en blanco con un eco de fondo.

Quería una inmersión total, significara lo que significara. Luego se dio cuenta de lo que significaba. Quería que la película se moviera aún más despacio, exigiendo una mayor participación del ojo y de la mente, siempre eso, lo que ve, abriendo un túnel en la sangre, en la sensación densa, compartiendo consciencia con él.

domingo, 18 de mayo de 2014

«Esperando a Godot», de Samuel Beckett




«ESTRAGON: ¿Y qué hacemos ahora?
VLADIMIR: No sé.
ESTRAGON: Vayámonos.
VLADIMIR: No podemos.
ESTRAGON: ¿Por qué?
VLADIMIR: Esperamos a Godot.
ESTRAGON: Es cierto.»

Esto es algo así como pasear la vista por las páginas y sentir la inquietud, la incomodidad de que hurguen en tu cabeza y te aprieten los sesos y las frases se disparen sin piedad y todo se suceda con la impasibilidad que hay donde no ocurre nada, donde la espera es el centro, donde no nos movemos, donde puede que todo se confunda y al final hasta la verdad sea una burda quimera que pasa como una leve brisa. Los disparos son múltiples, aunque todos parecen desembocar en una misma encrucijada. Supongo que lo bueno es que no se dice nada, y así, se arrojan muchas cosas sin miedo. 
La escena parece el resultado de lo que queda donde parece sentirse el anhelo de una música que ya no suena, y que, ahora, uno se pregunta si verdaderamente sonó alguna vez o si siempre ha vivido en este silencio, en esa nada.

«(Silencio.)

POZZO: No consigo... (duda)... marcharme.
ESTRAGON: Así es la vida.

(Pozzo se vuelve, se distancia de Lucky, dirigiéndose hacia bastidores, soltando cuerda a medida que se aleja.)»

Teatro del absurdo. Una maestría asombrosa la de Beckett. Me encanta, por si no quedaba del todo claro.
Uno va leyendo y piensa (rápido, sin pausa, sin tregua) que es verdad, que algo pasa pero que no pasa nada, y que lo está retratando bien, demasiado bien, y que se acabe ya o todo va a explotar y después de la explosión habrá de nuevo un angustiosa calma y habrá que empezar de cero. Y eso es un esfuerzo considerable, así que mejor no.

«VLADIMIR: A veces me digo que, a pesar de todo, llega. Entonces me siento muy raro. (Se quita el sombrero, mira dentro, pasa la mano por el interior, lo sacude y se lo encasqueta de nuevo.) ¿Cómo decirlo? Aliviado y al mismo tiempo... (busca)... aterrado. (Con énfasis.) A-TE-RRA-DO. (Se vuelve a quitar el sombrero y mira el interior.) ¡Vaya! (Golpea la copa como para hacer que algo caiga del interior, mira hacia dentro otra vez y se lo encasqueta de nuevo.) En fin... (Estragon, con un gran esfuerzo, logra descalzarse. Mira el interior de su zapato, pasa la mano por el interior, le da la vuelta, lo sacude, busca en el suelo por si ha caído algo, no encuentra nada, y vuelve a pasar la mano por el zapato, la mirada vaga.) ¿Y?»

Vladimir y Estragon esperan a Godot, al maldito Godot. Y esperan y esperan y esperan, y no llega y no llega y no llega. Pero pasan cosas. O no pasa nada. ¿Cuál su papel en todo esto? ¿Qué está pasando? ¿Adónde se dirigen? ¿Y si se ahorcaran? ¿Y si se fueran muy lejos de aquí? ¿Y si...? Bah. No importa. Hay una especie de angustia vacua, una ansiedad medio aplacada que apunta a un vacío (des)consolador y que de alguna forma apacigua esa inquietud mediante un muro, mediante la falta de expectativas más allá del telón.
No se sabe cómo es Godot, ni siquiera si existe, si existe el árbol, si existe el ayer, y finalmente si existen ellos mismos. ¿Qué hay? No se sabe muy bien. Hay alguna respuesta fácil, pero peligrosa.

«ESTRAGON: Siempre encontramos alguna cosa que nos produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi?
VLADIMIR (impaciente): Claro que sí, claro que sí, somos magos. Pero no nos desdigamos de lo que hemos decidido. (...)»

En medio de esta nadería, reina una especie de sosiego alarmado. Un pesimismo algo exiguo. Están arrojados al vacío, pero y qué. Qué más da. Qué va a pasar. Qué hay que hacer luego.
Es desconcertante, desolador. Se habla pero no se dice nada. Hay relación, pero no la hay. Hay cercanía, pero un abismo los separa. Quizá hasta vivan en el propio abismo. Igual tampoco hay recuerdo porque no hay nada que recordar, no sé. La obra en sí es peligrosamente atractiva.
Esperar con paciencia y con esperanza, o más o menos. No se piensa nada, pero se oye el ruido del pensamiento. Pozzo y Lucky pasan casi como un par de fantasmas que posibiliten el interrogante de Vladimir y Estragon; aquellos con una seguridad igualmente inexplicable, éstos con una duda delante de las narices que no parece admitir respuesta, que se difumina insultantemente ante ellos sin que puedan hacer gran cosa.
La soledad y el silencio y la espera colaboran a que se dejen pasar cosas, a que esas cosas corran libres por el escenario y no puedan atraparlas. Parece mejor así. Incluso cuando Pozzo quede ciego y Lucky mudo (cargando incansable la maleta llena de arena, de tiempo, de nada, pero cargándola) nada habrá pasado. Un día... un día simplemente ocurrió. El significado se dispersa, se hace añicos. Quizá lo único que quede sea encogerse de hombros con media sonrisa y seguir esperando, sentir incomodidad y dejar que afecte a uno. Y seguir leyendo a Beckett.

miércoles, 14 de mayo de 2014

«El club de la lucha», de Chuck Palahniuk




Es lo que ocurre en los casos de insomnio. Todo es muy lejano: la copia de una copia de una copia. El insomnio te distancia de todo; no puedes tocar nada y nada puede tocarte.

La destrucción trae la liberación y la ruptura de las cadenas. Los objetos son sólo burdos objetos, la realidad más mundana es una quimera detestable, los deseos sólo pueden ser deseos de completarse, de reafirmarse, de distanciarse. Control. Control llevado por una escritura directísima y casi milimétrica y punzante. Una escritura que se recuerda y se recoge a sí misma; frases que se repiten a lo largo de la historia como flashes certeros que van retrotrayendo pasajes vivos y fugaces que de pronto te golpean y la historia sigue. No se puede detener. Un ritmo trepidante. El mecanismo se ha activado y no hay vuelta atrás, aunque quizá sería deseable.
El club de la lucha se funda para creer y crecer, para expulsar frustraciones, para tomar tierra y a la vez elevarse por encima de esa putrefacción terrena. Todos esos hombres van a pelear y a gozar de los golpes que dan y reciben de otros hombres que no conocen, pero que son como ellos; gozan de las heridas, de la sangre, de destruir cosas bellas. Cuando empiecen a multiplicarse los clubes de la lucha, Tyler dirá que recluten a los tipos provocando la pelea en cualquier lugar y consiguiendo perder. Consiguiendo que el futuro miembro del club de la lucha, que casi con seguridad querría evitar la pelea, gane y sienta que puede, se sienta poderoso, experimente la sensación del golpe y de la destrucción.

La primera regla del club de la lucha es que no se habla del club de la lucha.
(...)
La segunda regla del club de la lucha es que no se habla del club de la lucha.
(...)
Esta es la tercera regla del club de la lucha: cuando alguien dice basta o resulta herido, aunque esté fingiendo, se da por terminada la pelea.
(...)
Solo dos tíos por combate. Un combate cada vez. Se lucha sin camisa ni zapatos. El combate dura lo que haga falta.

Hace falta una vía de escape. Hace falta llegar al culmen del anhelo, aunque lograrlo pueda ser paradójico. Los hombres que van a luchar a sótanos y bares los fines de semana no son los mismos hombres que después van malheridos a sus puestos de trabajo en oficinas y similares, no son sus nombres, ni su familia, ni sus pertenencias. Al final parecería que no-son, y que así se lleva a cabo el proyecto de Tyler Durden. El sabotaje comienza por ellos mismos y pronto será proyectado desde dentro del propio engranaje hacia fuera, hasta alcanzar esferas inquietantes... o que todo se desmorone. Todo se destruye (o tiene que hacerlo). Un asalto salvaje al sistema. Una especie de anarquía catárquica e igual algo alterada o atormentada.
Hay que tocar fondo y volver renovado a la superficie. Distancia. Copia de la copia. Poder. Liberación. Recuerdo. Autodominio o ruptura con él. La persona ha explotado. Más control.

—Solo después de haberlo perdido todo —dice Tyler— eres libre para hacer cualquier cosa.
(...)
—El desastre es una parte natural de mi evolución hacia la tragedia y la disolución —susurraba Tyler.
(...)
—Estoy rompiendo las ataduras a la fuerza física y las posesiones terrenas —susurraba Tyler—, ya que solo mediante la autodestrucción llegaré a descubrir el poder superior del espíritu.

Hace falta socavar los cimientos de todo lo que se erige, y para eso crea Tyler el Proyecto Estragos. Acabar con la cultura, con la posesión, con el dominio. El objetivo es destruir la civilización. El sabotaje interno. El individuo ya no es individuo, los lugares tienden a ser no-lugares y a disolverse, ahora hay otras señas de identidad y de familia, como las marcas en el rostro.
Tyler representa una especie de director de la orquesta que se va gestando y creciendo peligrosamente. Es el tipo seguro y firme que va por delante del narrador, un hombre éste que podría ser cualquiera, un individuo común, hastiado y en proceso de putrefacción. La aparición de Tyler dará un vuelco radical a la vida y a la existencia de este hombre. Un vuelco, como decía de la escritura de la Palahniuk, salvaje, animal.
Y Marla. Creo que a Marla hay que descubrirla con la propia lectura.
El culmen que comentaba antes parece que llega. No podía llegar sin destrucción (ni confusión). No podía llegar sin más. No podía simplemente llegar.
Palahniuk viene a derribar muros y convicciones, y a veces no está mal abrirse a ello.

—He visto a los hombres más fuertes y listos que jamás hayan existido — su rostro perfilado contra las estrellas que se reflejan en la ventanilla del conductor—, y son hombres que trabajan en gasolineras o sirviendo mesas.
(...)
»Nuestra generación no ha vivido una gran guerra ni una gran crisis, pero nosotros sí que estamos librando una gran guerra espiritual. Hemos emprendido una gran revolución contra la cultura. La gran crisis está en  nuestras vidas. Sufrimos una crisis espiritual.

domingo, 11 de mayo de 2014

«Memorias circulares del hombre-peonza», de Carlos Salem




Este viernes tuve la suerte de ver a Carlos Salem y a Diego Ojeda en La Puerta Falsa ofreciendo un concierto poético —o una extraña mezcla de poesía y música, aún no lo tengo muy claro—. Aunque creo que pudo dar más de sí, no me arrepentí de haber pagado la entrada. Incluso compré este libro al concluir la noche llevado por una oscura curiosidad. Tampoco me arrepentí de esto. 
Ya en casa tardé poco en llegar a la última página y darle vueltas a eso que dice Salem de que la imaginación —como el tiempo— es humo (escurridizo). 
No puedo decir que me deje en vilo o fagocite como harían otros, pero sí que ese dar vueltas y conectar los versos y retorcerlos y empaparlos de chulería casi elegante consigue que llene las páginas de marcas y subraye versos y anote alguna paja mental en los márgenes. Resulta divertido, para qué mentir. Salem es explosivo, sucio, a veces incluso nostálgico, sin poder evitar ese manto de canalla enfebrecido que termina por envolverlo.
Podría verse este compendio como un proceso variopinto, dividido en el mismo poemario, que se va consumiendo desde su germen y a la vez cobrando vida.

Dicen que cuando gritas
todo el tiempo
contra el tiempo
se pierden los detalles
pero no es cierto:
es la estela del detalle lo que tienes
espumas de un paisaje
comisuras de labios que te llaman sin nombrarte
un huracán de pestañas
una mano que roza el movimiento
y poco más.

Un proceso que va desde la niñez hasta la desarraigada —y destilada— existencia, pasando por una experiencia que no podía cobrar otra forma siendo Salem quien escribe y quien advierte de que hay que recordar con precaución

(Retirar los cristales de las fotos)
Que quien amábamos más que a nuestra sombra
se vuelva poco a poco la sombra de una sombra.
Que los otoños se acumulen en esta estampa un verano
que duró el tiempo de un disparo de ojos rojos.

(Retirar los cristales de las fotos)
Que nuestros muertos se vayan del todo con sus trajes anacrónicos.
Que el niño asustado que fuimos crezca o se suicide o ambas cosas
pero lejos de los focos.

Cosas que se pierden por el camino, pero que no tienen importancia; frases que quedan en el aire y el actor es incapaz de atrapar, pero habrá que seguir adelante como si todo estuviera bajo control; ligaduras rebeldes o revolucionarias que dan mucho juego. Y Salem sigue ahí. También de noche, que es cuando vuela la imaginación.

Será una larga noche
sin relojes
y sin poder emborracharme
como siempre
que otra mujer de mi vida
baja las escaleras
y yo miro hacia la puerta
que se cierra.





miércoles, 7 de mayo de 2014

«Una forma de vida», de Amélie Nothomb




Parece que el sello de Nothomb sigue apareciendo como una especie de marca corrosiva, aunque quizá en esta novelita de forma más tenue. Aquí es como si sobrevolara el panorama sin terminar de lanzarse en ningún punto, pero señalando varios con la mirada. 
Melvin Mapple es un supuesto soldado norteamericano destinado en Irak que envía una carta a la propia Nothomb, y a partir de ahí se va forjando una relación algo extraña. Melvin va subiendo de peso de forma alarmante debido al impacto de la guerra, al shock que le produce. Surge una nueva persona dentro del inmenso soldado, casi una nueva presencia, un juego de identidades. Llega a tomar ese afán desmedido por la comida como una especie de mecanismo de saboteo al país, al ejército. O, al menos, eso parece.
La historia es rápida, vertiginosa. Hay que subirse al carro y leer rápido e ir cogiendo los coletazos inteligentes, aunque exiguos, que se van arrojando. Sobre el telón de la fama se van dibujando juegos de personalidad y ocultamiento, tentativas de poder, arte como camino, sombras propias que se abalanzan sobre su dueño y a punto están de fagocitarlo.

Si Melvin era un artista, le había privado de una calidad esencial en el arte: la duda. Un artista que no duda es un individuo tan agobiante como un seductor que se cree en tierra conquistada. Detrás de toda obra se esconde una presión enorme, la de exponer tu visión del mundo. Si semejante arrogancia no se compensa con la angustia de la duda, el resultado es un monstruo que es al arte lo que el fanático es a la fe.

Melvin cobra forma porque Nothomb le da ese poder, ya sea más o menos consciente de ello. Recurre a ella como una forma de existir, o como un juego de existencia a raíz de su relato sobre la obesidad. La relación por correspondencia comienza a tomar fuerza, a tener cada vez más fondo; a hacerse, de alguna forma, necesaria. Incluso Nothomb sufrirá algo parecido a la ansiedad o a la dependencia que le produce la espera de una respuesta. De pronto la balanza hacer crack y es la escritora la que depende del desconocido, la que concede al otro el poder de dominarla, le pese o no. Cuando parecía que el soldado había cruzado el umbral de lo permitido, Nothomb responderá de forma liviana, ahogando la ironía y la palabrería afilada que se traía antes y que, igual que parece que es lo que le hace ser ella misma como escritora, era lo que la hacía interesante y útil para el soldado y de pronto todo se esfuma. Algo ha fallado. Quizá el rumbo, la dirección que parecía llevar la relación, se ha desinflado.

Me sublevo: ¿por qué los individuos deberían ser obligatoriamente más auténticos cuando los tienes delante de ti? ¿Por qué su verdad no iba a expresarse mejor, o simplemente de un modo diferente, en una misiva?
La única certeza es que eso depende de los seres en cuestión. Hay personas que ganan con el trato y otras que ganan al ser leídas. De todos modos, incluso cuando alguien me gusta hasta el punto de vivir con él, también necesito que me escriba: una relación no me parece completa si no conlleva una parte de correspondencia.

Puede que esa forma leve de apuntar a los temas que apunta sea a la vez su fuerte, y que, aunque no termine de lograr ese arranque devastador al que parece asomarse en más de una ocasión, sí consigue un acercamiento a ese derribo de muros, tanto en la correspondencia como en la realidad.
Puede también que una parte de ese tira y afloja que se había apagado tome algo de aire cuando Nothomb descubra en Melvin un artificiero hasta cierto punto extraño, pero ahora con otro cariz, con otro estilo.
Me parece que no me alejo mucho de la realidad si digo que se puede tomar como un ligero asalto a temas contemporáneos y como una novela de relaciones: la de Nothomb con Melvin, la de Nothomb con sus lectores, la de Melvin con Sherezade, la de Melvin con su hermano y, finalmente, la de Nothomb consigo misma: la explosión de la relación consigo misma.

Lo sabes: si escribes cada día de tu vida como si estuvieras poseída es porque necesitas una salida de emergencia. Para ti, ser escritora significa buscar desesperadamente la puerta de salida. Una peripecia de la que tu inconsciente es responsable te ha llevado a encontrarla. Permanece en este avión, espera a que llegue. Entregarás los impresos en la aduana. Y tu vida imposible habrá terminado. Serás liberada de tu principal problema, que eres tú misma.

lunes, 5 de mayo de 2014

«Las raíces del romanticismo», de Isaiah Berlin




Una de las mayores —y, personalmente, más interesantes y atractivas— convulsiones que ha sufrido la historia debe de ser el romanticismo. Con todo, puede, probablemente, que la atracción que ejerza aquí y ahora sobre nosotros —o sobre los que lo haga— se debe en parte a que no lo vivimos de lleno; no sé si será una observación muy temeraria, pero de alguna forma parece que intentar un acercamiento a esta pasión arrolladora, a la inspiración, a ese maremoto interno que vemos con ojos curiosos resulta hasta divertido, como un abismo que va mostrando sus dones, si lo hacemos pisando tierra firme, al otro lado de la valla. Vemos y analizamos —quizá hasta admiramos—, desde la orilla, cómo el velero lucha contra la tempestad, ya zozobre o no; aunque el temporal nos agite y sea algo incómodo, no es desde luego lo mismo que ir a bordo del navío. Todo lo más nos despeinamos un poco, pero no importa. Algo así es esto. Y creo, con todo, que el acercamiento total resulta imposible, quizá por la propia naturaleza del movimiento, por ese afán de buscar lo inefable, porque haya algún reducto de lenguaje y de ese contexto en que aquellos románticos se movían y que allá quedó.
Se da un cambio de perspectiva, de conciencia, un cambio de mundo y hasta un cambio, si cabe, del mundo mismo. Hay un corte en el tiempo: como diría algún pequeño genio, de alguna manera puede hablarse de lo que ocurrió antes del romanticismo, de lo que ocurrió después del romanticismo, de lo que pasó allí, de lo que se especula y se acierta a decir, todo con esa piedra angular girando entre los dedos, observándola. Observando a una Alemania de la segunda mitad del XVIII que irradiará a otros focos el nuevo espíritu, la rebelión interior y devastadora de unos hombres que rompen con las reglas y con las convenciones y que luchan por su causa con fiereza, que rompen esquemas en la cruzada no de la verdad y quizá tampoco de la felicidad, que van contra del viento para establecer un orden sin orden, para volver a lo primitivo, aunque al final, como se verá, no caótico, no sin una, por decirlo así, disciplina. Una concepción que vendrá a chocar de lleno con la ciencia y a tenerla casi por una quimera; una concepción que mirará de frente a la naturaleza y la admirará y quedará deslumbrada. Una concepción que se apoya en la Ilustración, en la Revolución Francesa y en parte también en la Industrialización para forjar desde ahí su aullido, su potente toma de posición. Una concepción que tendrá como protagonistas iniciales a Hamann y a Herder e, irónicamente, a Kant.
Románticos moderados y románticos desenfrenados. Distintas vertientes. Distintas visiones que parecen discurrir, y discurren, hacia el mismo punto. Unas embestidas contra lo tradicional y las instituciones que darán lugar a una exaltación en contra del conocimiento pleno, de la totalidad de la ciencia, de lo universal o universalizable. 
Puede que lo único que chirríe un poco sean las conclusiones, las proyecciones o consecuencias del romanticismo. Aunque Berlin hace un giro —doble giro, más bien— podría parecer en algunos puntos desmesurado el planteamiento que mantiene: debido a esa noción de la férrea voluntad imprevisible del hombre y de la preeminencia de la causa, del motivo de la actuación sobre las consecuencias, así como a la noción de la total libertad propia y, por tanto, responsabilidad, herederos del romanticismo serían el existencialismo y el fascismo. Esa difusión de la frontera entre lo coherente y lo demente habría traído nefastas consecuencias, por ejemplo, a la hora de juzgar moralmente a ciertos sujetos. Pero somos hijos de dos mundos, pues también damos valor a las consecuencias. Finalmente, pese a parir el germen del fascismo y el nacionalismo, la incompatibilidad de los ideales humanos traerá consigo la necesidad de las concesiones, de la tolerancia; así, esa primera pasión arrolladora conseguiría ahora un efecto distinto, la búsqueda de un equilibrio imperfecto, pero estable. Hay ciertos valores comunes y no todo es, entonces, destruir lo establecido y crear el aquí y el ahora en base a otros principios.

Bueno, me parece que entré aquí perdiendo un poco de vista eso de raíces de e iba buscando algo más, entrar de lleno, o probablemente ir robando referencias literarias. El inconsciente, ya se sabe. Con todo, me parece muy bueno para adentrarse en el movimiento. Ya decía antes que es (peligrosamente) atractivo y que merece mucho la pena rebuscar un poco e ir desbrozando el follaje.

sábado, 3 de mayo de 2014

«La perla», de John Steinbeck



Si algo puede caracterizar a Steinbeck, debe de ser su preocupación por el pueblo, su arraigo en la tierra, la escritura que hunde sus raíces y se funde con ellas, con la identidad de la gente, con la pobreza del sur norteamericano, con las convicciones de esa gente que vive oprimida y que defiende su causa con un motivo de peso.
Una perla que iba a suponer la salvación para un pobre pescador y su familia acaba convirtiéndose en una atracción para la desgracia, para la amenaza que no deja de acechar. El peligro aparece en la sombra de la casa, les sigue los pasos, se cierne sobre ellos como si nada pudieran hacer por evitarlo, incluso como si la huida fuese un callejón sin salida, aunque esto sólo saldrá a la luz al final, cuando un severo cambio se dibuje en los personajes y les imprima un vacío donde antes ponían la mirada. 

Es maravilloso el modo en que un pueblecito se mantiene al tanto de su propia existencia y de la de cada uno de sus miembros. Si cada hombre y cada mujer, cada niño o cada bebé actúan y se conducen según un modelo conocido, y no rompen muros, ni se diferencian de nadie, ni hacen experimento alguno, ni se enferman, ni ponen en peligro la tranquilidad ni la paz del alma ni el ininterrumpido y constante fluir de la vida del pueblo, en ese caso, pueden desaparecer sin que nunca se oiga hablar de ellos. Pero, tan pronto como un hombre se aparta un paso de las ideas aceptadas, o de los modelos conocidos y en los cuales se confía, los habitantes se excitan y la comunicación recorre el sistema nervioso de la población. Y cada unidad comunica con el conjunto.

La confianza se ha esfumado y el primitivismo se palpa ahora sensiblemente en el ambiente, en los gestos de los demás, en la seguridad propia. Steinbeck sigue el paso del pescador y su mujer y su hijo y muestra sus motivaciones y emociones, mientras que los demás son casi meros espectadores que no dejan de estar al tanto. El canto tradicional se hace ahora oscuro, inspira temor y pone alerta. Steinbeck lo traza implicándose pero de forma distante, con una narración algo áspera, como si incluso pudiera tocarse la tierra seca y yerma, recreando un realismo que conecta con la naturaleza, con ese arraigo a veces desmedido y místico. Una naturaleza a la que se regresará luego para poner fin al mal, para zanjar el peligro, aunque la sombra que acechaba ya haya hecho su parte y arrojar la perla al mar no sea sino un remedio ya sin mirada, sin demasiado horizonte.


jueves, 1 de mayo de 2014

«El cementerio marino», de Paul Valéry




Me temo que sigo viviendo con esa especie de sentimientos encontrados con la poesía, con esa atracción por lo que oculta algo o parece esconder más de lo que muestra. (Parece que a veces lo que no se comprende al nivel que se querría ejerce mayor (y peligrosa) atracción, y si al final logra uno acercarse a ello entonces hay una rotura insalvable, pero deliciosa). Alguna relación así mantengo con la poesía, aunque cada poco vuelvo a ella con menos ideas y más respeto. Supongo que lo bueno de esto es que cuando la música transmite y golpea lo hace más fuerte. 

Para mí, sólo en mí, y en lo que soy,
en la sangre, en las fuentes del poema,
entre el vacío y el suceso puro,
de mi grandeza eterna el eco espero.
Cisterna amarga, oscura y resonante,
tañendo en mí, futuro siempre, un hueco.

Resulta un armazón simbólico —donde resonara un eco de fondo que acompañara al sentido del poema— y con hábiles juegos de imágenes, a veces como una decadencia que viese luz arriba, en la superficie, y fuera a salir, aunque arrastrando esa oscuridad. Una estructura que encierra pasiones y ríos de conciencia que se rebelan o reafirman con el ritmo de la composición de esa poesía pura, un baile entre sensaciones y reflexión que alcanza puntos verdaderamente curiosos, una danza, que dice el propio Valéry, entre el ser y el no ser. De alguna forma el fin del poema es el propio poema, es un rodeo que acaba volviendo al origen y removiendo algo en quien se detiene a leerlo con cierto ánimo, apreciando una tremenda construcción donde verse reflejado y donde su propia imagen hable, donde Valéry deje de ser, de alguna manera, Valéry, para convertirse en una especie de escritor-lector.

Quizá La joven parca sea el más difícil de seguir, el más opaco o qué sé yo, pero aun así ejerce una sensible influencia en el lector. Con todo, personalmente destaco, y con muchas ganas, el poema que da nombre al libro y Canto de la Idea Madre. Pero no, no, creo que no desecharía nada, ni podría dejar de referirme al bofetón que supone Cállate casi como cierre de la obra.
Resurgir de la ausencia, susurrar a (o sobre) la muerte, desbrozar la idea de uno mismo. Regresar, siempre regresar.