sábado, 26 de diciembre de 2015

«Doctor Pasavento», de Enrique Vila-Matas



   Mi verdadera vida la vive por mí Ingravallo. Justo cuando cree que ha llegado la hora del silencio, le vengo yo con otra historia de las mías. Le llamo doctor y le pido que anote la historia, y él me dice que no es doctor. «Non sono dottore», protesta arrastrando mucho la voz, «non sono dottore.» Y se va. Pero al poco rato vuelve, vuelve justo cuando soy yo el que se dispone a caer en el silencio, vuelve entonces Ingravallo con algún relato suyo. Ayer me vino con la historia de alguien que se perdió en Sevilla, viajó al norte de Suiza y vio tumbas verticales en la nieve y acabó buscando, a través del enigma de la poesía, la verdad de la calle única de su vida. La historia de alguien al que la belleza del mundo le conducía a la desolación, la historia de alguien que ahora se va, pero se queda, pero se va. Pero vuelve.


   Vila-Matas habita la literatura con una plenitud inapelable, haciéndola suya —legítima e irremediablemente suya, encontrando los caminos de la escritura conforme crea su propia obra, y ello quiere decir, de alguna manera, que se da a la literatura con una extrema conciencia y quizá con una extrema temeridad: parece comprender que sólo saltando al vacío, asumiendo el máximo riesgo, puede desarrollar un discurso —asaltar una problemática— con verdadero sentido, con cierto aire literario que conduzca a algún lado, si acaso al próximo libro, a la próxima obsesión. Darse así a la escritura supone también asumir que la literatura es todo, y que uno no puede escribir, y ni siquiera leer, sin tener en cuenta su vida y sus lecturas y sus viajes, que no puede escribir, en este sentido, sin atravesar continuamente las fronteras entre unos y otros géneros y entre realidad y ficción, si es que estas últimas aún se mantienen estables.

   Pasavento necesita, está obsesionado —de forma natural, inevitable— con desaparecer. Es algo distinto o al menos algo más que un viejo anhelo romántico. Es la necesidad de atravesar la literatura sin ser visto, pasar —no sabe uno en principio hasta qué punto— desapercibido, seguir la pista de Robert Walser de forma incansable, asimilar voces y ecos, ir y volver, fundir vida y literatura, buscar continuamente, como si cada mínima cosa llevara a ello, el fondo de la cuestión. Es una búsqueda incansable, una especie de viaje en forma de círculos concéntricos para ubicarse o terminar de perderse en su propio yo. Desaparecer, quizá, para reafirmarse. Difuminarse en la escritura, desaparecer para ser otros sin serlo, para buscar la identidad perdiéndola, jugando con la ausencia, con la vida y con uno mismo, con las historias que lo conforman.

   Pasavento es un intruso, quizá intruso de sí mismo, un individuo empeñado en desaparecer, en esfumarse, y preocupado, en parte (e igual sólo en parte), por que alguien lo busque. La desaparición, descubre Pasavento, depende de otras cosas y de otros individuos, depende de cierto equilibrio que no depende enteramente de uno mismo, pero en el que uno se adentra con la intención de fortalecerlo, no exento de ciertas coincidencias y de cierto patetismo, de la inercia del mundo. El viaje hacia la desaparición tiene un rumbo incierto, encuentra caminos que se abren de forma casual, a veces tras cierto empeño o distintas tentativas, es un viaje físico y mental, un discurso propio que amenaza con perderse.

   Doctor Pasavento es una novela genial e inagotable, inteligente y lúcida, la puesta en marcha de un entramado de ideas y motivos que indaga a la vez en la literatura y en el autor o en el narrador mismo, que dialoga con el mundo para tratar de encontrarse, si acaso perdido entre un sinfín de voces y estímulos que reclaman su cuota de atención.


viernes, 18 de diciembre de 2015

«Los anillos de Saturno», de W. G. Sebald




   Esta novela debe de ser algo así como una forma de apuntar a la totalidad a partir del vacío, una forma —y sólo una de las posibles, parece, pero quizá la mejor de las posibles— de intentar realizarse a través de una experiencia fragmentaria y múltiple, de un viaje entre fronteras, de una inercia exagerada y vital. Es un discurso que tiende a avanzar conectando unos y otros hilos y tonos, un discurso que reúne la pura anécdota y la interioridad más profunda, el dato histórico y la conjetura, la inteligencia, el devaneo, la frivolidad, la imagen más significativa.

   Sebald narra una experiencia que se inicia con la pretensión de volver a llenar el vacío que ha dejado la culminación de un trabajo importante. Emprende un viaje físico y mental, un recorrido que recoge la idea de dejarse llevar por diversos caminos para encontrarse uno mismo y a la vez no, sencillamente darse al movimiento, volver a ponerse en marcha y que multitud de hallazgos y recuerdos formen un mundo que encuentre su sentido en el propio trayecto, en la forma de abordar y mezclar temas y géneros, en la forma de hacer literatura a partir del mundo tal y como lo vivimos y tal y como lo recordamos y pensamos.

   Sebald funde de forma natural, como si ambas cosas tendieran a darse la mano, realidad y ficción, y crea un mundo que no es ni una ni otra cosa pero que es, parece mostrarnos, el mundo que hay, el mundo en el que vivimos y en el que pensamos, el mundo sobre el que tenemos experiencias y proyectamos pensamientos. El mundo sobre el que se mueve la memoria, que conforma, también ella, buena parte del mapa. Quizá el mayor logro de Sebald sea conjugar de forma tan esencial formas y temas, motivos, aspiraciones de la literatura en un solo discurso que no abandona, sin embargo, su particularidad. Es un discurso magistralmente forjado que avanza, sinuoso y a varios niveles —regular en superficie, removido en el fondo—, integrando en un todo una forma de literatura que revela cierto sentido elemental de la literatura contemporánea, cierta concepción quizá ya ineludible.


martes, 8 de diciembre de 2015

«El libro de las ilusiones», de Paul Auster



   Yo sólo buscaba algo que hacer, una ocupación agradable que me tuviera entretenido hasta que me sintiera con fuerzas para volver al trabajo. Me había pasado cerca de medio año viendo cómo me venía abajo, y era consciente de que, si seguía mucho tiempo así, acabaría pasando a mejor vida. No importaba cuál fuese el proyecto ni lo que esperase sacar de él. En aquellos momentos cualquier decisión habría sido arbitraria, pero aquella noche había vislumbrado una idea, y gracias a dos minutos de película y a una breve carcajada decidí recorrer el mundo en busca de comedias mudas.


   Zimmer, profesor de Literatura en la Universidad de Vermont, pierde a su mujer y a sus hijos en un accidente de avión y se sume en un trance relativamente llevadero. Alcohol, apatía, decadencia, inconsciencia. Ese estado anímico parece la brecha que posibilita la historia posterior: Zimmer experimenta algo parecido al entusiasmo cuando se topa con las películas de Hector Mann, actor desaparecido hace años al que se da por muerto. Zimmer encuentra ahí su vía de escape y empieza a escribir un libro sobre él, sobre Hector Mann. Poco después, la mujer de Mann le escribe para decirle que el actor está vivo y que desea verle. Zimmer se resiste, incrédulo, opone cierta distancia, pero parece inevitable que algún acontecimiento acabe por decidir el viaje.

   Auster ya ha puesto en marcha la historia; ha sentado, como de forma casual, imperceptible, mientras narra con absoluta facilidad, las bases de toda la novela; ha conjurado a la ficción y con una escritura absorbente —sencilla, silenciosamente urdida, bien controlada— empieza a ligar la historia de Zimmer y la de Mann, crea sutiles conexiones entre uno y otro relato para seguir avanzando hasta tocar la ilusión, la sensación del sueño, hasta darse de bruces con ella y abrir nuevas cuestiones. Auster acude al viaje como elemento literario, como forma de desplazar al estancado Zimmer y quizá como símbolo de la separación de ambos afluentes de la novela, del aquí y del allá; es una forma de confundir y a la vez de dar identidad a cada uno de los lados. Pero hay más. Zimmer viaja para ver las películas que conservan, para poder estudiarlas. Películas que no ha visto nadie más allá de la familia; películas que se rodaron para no ser vistas, para no tener público. Es una especie de idea del arte por el arte ligada a alguna negación, a algún expreso rechazo a la inmanencia o al recuerdo, y parece un deseo inquebrantable, la noción sobre la que se va a sostener el todo.

   El libro de las ilusiones es una especie de entramado de deseos y anhelos que amenazan con consagrarse al olvido, con destruirse y destruir a uno. Es un entramado de historias sobre historias que parecen confluir en algún punto volátil y muy vivo que viene a señalar la existencia de la vida en la inminencia de su desaparición —o si acaso, en la posterior conciencia de ese momento, cuando casi todo está perdido—. Auster proyecta una vida esencialmente literaria —y cinematográfica— con una maestría prácticamente implacable, como si ejerciera un funambulismo necesariamente vital.


domingo, 6 de diciembre de 2015

«El factor Borges», de Alan Pauls



   Pero ¿leer no es, no sigue siendo siempre desgarrar, entrometerse, irrumpir en un orden sereno, satisfecho de sí, devoto del silencio, las puertas entornadas y las persianas bajas?


   Quizá destaquen en la obra de Borges el minimalismo y la inconmensurabilidad, la expresión de universos a partir de escenas clave, de algunos versos precisos, de unos pocos ajustes contextuales, de alguna suerte de sentido de la ubicuidad y la bifurcación. En ese sentido, tratar de explicar —agotando— su obra, es prácticamente imposible. Imposible en tanto que, de alguna forma (y por suerte), siempre parece quedar algo pendiente, alguna pregunta abierta. Lo que sí puede hacerse es analizar las estrategias usadas —a conciencia o no— por Borges, sus motivos e ideas, acercarse a las condiciones de posibilidad para abordar su lectura —para habitarla— con cierta plenitud, hasta donde eso sea posible.

   Pauls lleva a cabo esa misión apoyándose en algunos aspectos esenciales de Borges pero también en los más periféricos o distanciados de los escritos en sí y del Borges escritor para entrar desde allí en su obra, y lo hace además mediante glosas que acompañan y complementan al texto, creando un artefacto cercano al que habría gustado a Borges, no un mero texto sino algo más, algo que informa y conforma una manera de leer, que ayuda a pensar la lectura de cierta manera, pudiendo ir siempre un poco más allá, profundizar, configurar la mirada.

   Pauls cambia el foco para poder ver mejor el punto de interés. Lleva a cabo un ejercicio de ruptura para facilitar la entrada en el mundo borgeano, en el acto de leer a Borges, haciéndolo más accesible e incluso desmitificando algunos lugares comunes, asumiendo, con todo, que no es sino otra manera de afirmar su maestría.


jueves, 3 de diciembre de 2015

«Los detectives salvajes», de Roberto Bolaño



   Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo.


   Lo de Bolaño es un universo, un mundo propio y gigantesco en el que casi todo tiene cabida. Como si apuntara a la unidad desde una maravillosa multiplicidad, como si creara un sitio familiar, lleno de palabras y hechos y objetos, lleno de ficción y lleno de realidad, lleno incluso cuando aparece el vacío. Un espacio irremediablemente en expansión. Es una búsqueda desmedida (quizá cualquier novela debería serlo). Bolaño escribe al ritmo que respira —en algunos momentos uno diría que la escritura es su forma de respirar, su particular forma de estar en el mundo, de canalizarlo—. Bolaño da paso a un cúmulo de ideas en torno a algún tema no del todo definido, pero bien dibujado o esbozado, compuesto por multitud de miradas y voces, multitud de anécdotas, multitud y mezcla de de tiempos y circunstancias. Es una novela múltiple. En Los detectives salvajes casi todo es anecdótico y a la vez necesario, no quiero decir esencial. Es todo una forma de crear literatura y avanzar, abrirse paso de genialidad en genialidad, creando, explorando mundo.

   La visión de Bolaño es panorámica, amplísima, inteligente, muy irónica. Uno no es el mismo después de pasar por Bolaño. Cuando uno lee Los detectives salvajes siente que está ante una novela total, que hay algo a la vez cómico y sobrio, caricaturesco y apocalíptico (un poco, al menos), es fácil pensar que es una de esas novelas cuyo torrente discursivo tiene muy pocos límites, si los tiene. Es un conjunto de cosas pequeñas, a veces mínimas, que se conjuran y erigen una obra monumental, un golpetazo a la historia de la literatura, aunque uno más o menos silencioso, algo humilde, grandísimo.

   García Madero es llamado a unirse a las filas del realismo visceral, así empieza todo. Luego, Belano y Lima, los detectives salvajes. (Realmente, todos beben un poco de ese concepto, de la idea —deforme, antiheroica, mundana del detective salvaje). Y luego todo lo demás. Las idas y venidas, los viajes el viaje, visto como un todo, la desaparecida poeta Cesárea Tinajero, la vanguardia, la ironía, el amor, la extranjería, el sexo, la literatura, el esnobismo, la desaparición, la juventud, la incertidumbre, la muerte, el y ahora qué, el qué más da. No lo parece o no parece evidente, pero Los detectives salvajes tiene una inmensa carga literaria; Bolaño lo hace fácil, está todo unido, conectado. La literatura circula sin hacer mucho ruido a lo largo de toda la novela, diría que la atraviesa, está en cada una de las situaciones. Quizá todo sea literatura, la mirada de Bolaño.

   Hay un aire ligeramente autónomo y comunitario, un poco escéptico y un poco vertiginoso. Unos extraños lazos que unen y desunen, unas relaciones algo volátiles, intensas. Y en cualquier momento aparece de nuevo, allí al fondo, de forma inevitable, quizá como si nunca se hubiera ido, cierto desinterés o cierto fracaso. Pero liviano, discreto, sólo un sombra, suficiente para empapar la deriva en la que están o estamos inmersos, el mundo caótico que necesita ese viaje o ese movimiento incluso si no hay destino. Pero es que parece que si no hubiera ningún ápice de fracaso esta novela no podría ser lo que es. Cierta levitación, cierto ritmo, cierta inercia. Es un ambiente un poco triste y un poco alegre, nunca del todo alegre ni del todo triste, pero siempre ambas cosas. Todo un poco casual y todo un poco iniciático. Es un ambiente, de alguna forma, absolutamente real, con vida propia. Bolaño es un creador desbordante, que rompe ciertas cosas para unirlas a su manera. Bolaño es asombroso.


domingo, 29 de noviembre de 2015

«El instante de peligro», de Miguel Ángel Hernández




   Cuarenta y seis minutos de metraje que mostraban sin aparente diferencia la misma sombra, el mismo muro, el mismo bosque, el mismo plano fijo, la misma inmovilidad en cada uno de los segundos filmados.


   Ese es el motor de la historia. O, al menos, el desencadenante de una historia que abarca más que lo estrictamente relacionado con esas películas, con la imagen; con lo que puede contener una imagen. Anna Morelli se hizo en un anticuario con esas películas y con una serie de fotografías y con ellas pretende llevar a cabo un proyecto en el Clark, donde Martín, el profesor —ahora desencantado con el arte y la academia, ya estuvo hace años, y adonde ahora volverá casi como si sintiera que no puede hacer nada mejor, que el fracaso y la decadencia van a terminar con él. Acepta a ciegas.

   Miguel Ángel Hernández se hace con un yo narrativo que comprende, si acaso porque no le queda otra, que no puede abordar un proyecto así sólo con una parte de sí mismo. Es un yo que ilustra perfectamente —durante el transcurso, a lo largo de la búsqueda— la necesidad de la propia exposición, quizá, de alguna manera, esa escritura —y algo más— a la que Bataille se refería como la forma de conectar plenamente con el lector: ponerse uno mismo en juego, dar uno tanto como exige al lector, darse al abismo. Seguramente haya que comprender la novela teniendo presente esa idea del yo (narrativo) como un todo indisociable, como un conjunto de piezas interconectadas que necesitan, al menos hasta cierto punto, unas de otras para seguir funcionando. Hay que entenderla como algo que se expone con lo más intenso de sí mismo. Es entonces un complejo donde todo está involucrado. La historia, el pasado, las relaciones, las heridas, el sexo, los conocimientos, los argumentos, las ideas, los motivos de que cierto presente sea como es. Vasos comunicantes. La ficción, claro, ofrece infinidad de posibilidades, y aunque parece obvio que Hernández está, al menos en ciertos puntos, en la novela, en el narrador —sus obras, sus motivos, su visión—, la narración permite y exige la fusión —a veces la confusión— del autor y del narrador, el avance continuo de ambas fuerzas así combinadas. Es el juego literario, la búsqueda personal, la incursión en la realidad a través de la ficción.

   Lo que ha de hacer entonces Martín es escribir una historia para esa serie de imágenes; escribir la historia. Leer unas imágenes ya vacías. Conferirles un significado. Ahí empieza el regreso, la memoria, la redefinición de la propia historia. Se ve claramente en la idea de misiva. La novela es una larga y sincera carta a Sophie, un viejo amor al que parece que debe algo. Sophie es una presencia constante, buena parte del motivo de que el relato sea así. Martín le escribe la historia de esas imágenes, la historia de la estancia en el Clark, la historia con Anna. Su historia, al fin. Martín hace justicia, de alguna forma. Quizá a sí mismo —y ahí entran las cosas que lo conforman, todo—.

   Por un momento, mientras la observaba, pensé que el amor y el sexo se resumen en una especie de teoría de la mirada. Desde mi regreso a Williamstown todo estaba relacionado con mirar y saber ver, con percibir la presencia de algo invisible en las cosas que miramos. Ver lo que sólo a veces puede ser visto.

   Martín tiene que contar algo. Recordar, conformar la historia. Implicarse. Escribir. La escritura no puede ser un ejercicio aislado, incomunicado, sin influencias de distinto tipo, por mucho que uno quiera. Martín contempla el tiempo dilatado; las películas muestran la misma escena todo el rato, pero el tiempo pasa y las imágenes así lo expresan. Es casi imperceptible, pero algo transcurre y parece que uno no puede entender esas grabaciones si no las ve por completo, aunque el enfoque, la imagen sea siempre la misma. El bosque, el muro, la sombra. Esa especie de observar y ver algo más es lo que mueve la historia de Martín. Lo que mueve a Martín.

   Anna trata de buscarse en los otros, ganar una identidad; Martín, en principio, de escapar, de alguna forma, de sí mismo, de su presente. Anna destruye la parte más evidente de las imágenes para lograr ver lo que hay en ellas. Martín parece que necesita realidad; necesita, realmente, quemarse para ver, implicarse sin concesiones. La idea, quizá, es que Anna viva la historia y Martín la cuente, aunque las fronteras entre una y otra cosa no están especialmente definidas. En cualquier caso, late la idea de que la verdad está en esas sombras. Hay que contar con la teoría, con las relaciones entre tiempo y arte y con las pulsiones más humanas, con la vida. Con las íntimas relaciones entre vida y arte. Martín intenta salvar la historia de las imágenes para salvar —o al tiempo que salva o entra, para poner en orden— su propia historia.

   El arte volvió a poseerme. Es curioso que para hacerlo hubiera tenido que transformarse en vida.

   Como si hubiera que contar con el pasado para tener un presente o para comprenderlo y a la vez escribir el presente para rescatar el pasado, y de nuevo Benjamin: La imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella. Hay una especie de comunión ineludible si uno quiere seguir avanzando, no desaparecer. Porque quizá uno no sea sino su relato, un relato múltiple que se vale de una ficción que permite contar unas cosas y velar otras, un relato que reconoce, de alguna forma, que uno goza de cierta libertad para construir —o reconstruir— su historia.

   Hernández ejerce, con aquel yo narrativo, un regreso a sí mismo, una forma de contar la historia desde dentro de la propia historia, porque ha entendido que probablemente es esa la única forma posible. Avanza sobre las huellas de Walter Benjamin y la novela podría verse, a distintos niveles, como una especie de duelo borgiano, de uno o de una serie de momentos decisivos; el avance hacia un encuentro inminente que efectuará un reordenamiento en la propia historia, la de uno mismo —que es, al fin y al cabo, la que se busca, la única—; un momento que ofrecerá un sentido —y un cambio— a todo y que, sin embargo, mantiene ciertas sombras, ciertas zonas inaccesibles que siguen latiendo, quizá para mantener viva la historia incluso cuando no haya recuerdo, cuando nadie las busque.


jueves, 12 de noviembre de 2015

«Acontecimiento», de Javier Moreno



   Al principio fue la frase: Si deseas que lo nuestro siga adelante tendrás que buscarte una amante. 

   Luego el trance, la reflexión, la crítica, el detenimiento, la consciencia, la observación y la puesta en valor de la vida y de las relaciones de forma distante, rápida, analítica, ácida, pasajera, modernísima. La vida sobrecargada e inmediata, la vida llena de gestos y palabras y tics que uno abre y explora para aclararlos o sentenciarlos, conceptos ligados a la vorágine.
   Además, una concesión: el protagonista, publicista afamado, acepta darle voz a Urdazi, ser su community manager. Le irá enviando por correo lo que serán sus nuevos estados de Facebook y mantendrá con él cierto tira y afloja. Alojar balas en la rodilla derecha de ciertos magnates está bien, pero falta hacerlo público, compartirlo, es esencial que la gente esté al tanto del ideario y de la estrategia terrorista. El terrorismo parece necesitar innegablemente el poder de la publicidad.

    La publicidad creando, conformando y multiplicando deseos, transmitiéndolos de unos a otros, haciéndolos pasar por propios. Que uno se sienta auténtico. Dueño de sus inclinaciones.

   Hay alguna profunda y extraña relación entre la frase y el hecho de aceptar el nuevo encargo. El impacto y el deseo —la necesidad— de experimentar, la sensación de haber llegado tarde, lo inhóspito, la tentativa, el y ahora qué, la emoción, el riesgo. El protagonista tiene que reajustar con urgencia algunas piezas de su existencia —sea lo que sea o como sea la existencia en este mundo, aquí y ahora, repensar su presente sin demora, actuar con la conciencia de una amenaza fatal. Le atenaza algo que ha sucedido sin previo aviso, aunque él se pregunta si no ha habido señales, si no hay un hilo conductor que lleve hasta aquí y que haya desatendido por descuido o inoperancia. Se mueve con agilidad, posando su mirada y su instinto en cada detalle, en cada imagen. Extrae de la realidad más mundana conclusiones incisivas, detecta e identifica señales y motivos, acciones propias de una sociedad casi enteramente virtual y de los individuos ubicados en ella, conformado todo a través de la palabra y la imagen, de las redes sociales.

   Si yo lo estoy pasando mal, parece decir entonces el narrador y protagonista frío, metódico, inteligente, algo antipático, según, no hay motivos para que los demás vean mi historia con más amabilidad o indulgencia de la que la veo yo. Así son las cosas.

   La realidad es esa multitud de conexiones y de relaciones así conformadas. Facebook, WhatsApp, Twitter. La intimidad modificada, vinculada a ello. La vida así ordenada. El cara a cara, el contacto, se subsume ahora —se pliega— a esta nueva disposición de las cosas. Y en ese mundo traza Javier Moreno una panorámica inagotable, como si cada reflexión pudiera dar pie a otra y así hasta no se sabe dónde, quizá hasta que la propia historia diga basta, sin que ello signifique que las impresiones que han ido formando el camino se acaben ahí. Como si el propio transcurso del día ofreciera motivos de reflexión que se superpusieran a los hechos, a la trama; el pensamiento termina siendo esa trama, algo que circula sobre un ligero pretexto y que sirve para retratar, desde una posición personal y agudísima, el funcionamiento de nuestro tiempo, la rabiosa actualidad interconectada, redefinida.

   El conflicto planteado se da en ese marco, y es ahí donde Javier Moreno despliega su juego y sus ideas, donde puede manejar a un tipo movido con cierta desafección que entiende, con todo, que más allá del imperio de la razón hay cosas regidas por las emociones y que estas también crean mundo, conforman causas, a su manera. Un tipo que parece tener del todo asumido que pensar es un acto de resistencia, y que difícilmente va a salir airoso de todo esto si no es por ese camino, aunque las cosas no pinten bien. Es en ese filo donde el narrador se juega su estabilidad, donde intenta —un poco ecléctico, audaz, con el eco de un agrio humor de fondo— salir bien parado, sin que el terrorista ni las tecnologías ni la fatídica frase lo devoren.


martes, 10 de noviembre de 2015

«Seda», de Alessandro Baricco



   Hervé Joncour tenía treinta y dos años.
   Compraba y vendía.
   Gusanos de seda.


   Pero para comprar ha de ir ahora a Japón, dejar Francia y hacerse camino. Atravesar el mundo para poder mantener su vida y la de su pueblo.
   Entonces se va forjando la historia: sus viajes, el contacto con la cultura oriental y con Hara Kei, el misterio de la mujer que acompaña a éste y que no tiene rasgos orientales sus ojos traen cierta familiaridad—, los mensajes, el deseo, quizá el fracaso, el regreso al hogar, algún instinto ancestral, el silencio.

   No hay artificios ni grandes pretensiones. No hay ningún afán de penetrar abismos humanos, tan sólo de esbozarlos casi de forma intuitiva y mostrarlos sin insistir mucho, a ser posible sin ponerles nombre y truncarlos, dejando que las ideas y el propio curso de la vida —el ritmo y el tiempo propios de la historia, que avanza y se consume con naturalidad, inevitablemente— los ubiquen y y los hagan funcionar en ese mecanismo sutil y frágil que es Seda.

   En lugar de esos nombres, en lugar de tratar de señalar o explicar algo que se escapa —se deshace, no soporta ese gesto de íntima violencia, se cuenta la historia. La historia está por aquello que no es fácil decir. Se exponen sus líneas maestras y eso es suficiente, quizá incluso —al menos así estructurada, así pensada la narración lo único deseable. Un silencio propio, leve, vital, superior al discurso explícito. Una forma que obedece a alguna suerte de designio de la historia y sólo de la historia, dejando al margen elementos formales o, en todo caso, poniéndolos, sin romperlos, al servicio del relato.
   Seguramente lo mejor que pueda hacerse con Seda sea contemplarla, como contempla Joncour el lago. Y completarla, llenar los vacíos, hasta donde sea razonable hacerlo.


   De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour bajaba hasta el lago y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.


lunes, 9 de noviembre de 2015

«Filosofía y poesía», de María Zambrano



   ¿No será posible que algún día afortunado la poesía recoja todo lo que la filosofía sabe, todo lo que aprendió en su alejamiento y en su duda, para fijar lúcidamente y para todos su sueño?



   María Zambrano hace en Filosofía y poesía (1939) un recorrido por la historia de la filosofía y de la poesía, formas de palabra insuficientes, deudoras o carentes de algo, cada una a su manera. Formas de palabra que, a su estilo, han dado forma y vehiculizado el lenguaje y la comprensión humanas, formas de palabra que han moldeado incluso al propio sujeto —poeta, filósofo— y han mantenido cierta relación —o pretensión de relación—, aunque fuera para negarse o anularse, siempre o casi siempre manteniendo la tensión, puntos de contacto y de distancia.

   Así desde la condena platónica de la poesía, así desde que, en sus orígenes, fuesen pocos los que pudieran conjugar pensamiento y poesía con éxito, en un todo común.

   Ambas comparten el origen: la admiración, el éxtasis ante la realidad; pero toman caminos distintos, digamos, el filósofo un avance ambicioso venido de la violencia —en algún momento casi una huida hacia delante— y el poeta una especie de regresión, un desandar el camino para volver al origen, un quedarse con las apariencias, la multiplicidad de las cosas —donde encuentra, con todo, su unidad. La filosofía solemne, metódica, vehemente, sumida o queriendo sumirse en la verdad y sólo en la verdad, casi diría de aspiraciones imperiales, totalitarias; la poesía dispersa, alejada del poder, atendiendo a las sombras, ametódica y sin ética —con conciencia y ética particulares, justificadas—, olvidada de sí misma y entregada.

   De alguna manera filosofía y poesía comparten dudas y motivos, habitan —irremediablemente— el mismo mundo y su problemática es común; pero la resolución las lleva a distanciarse, a encontrar distintos desarrollos según su propia naturaleza, casi a romper toda conexión, a hacer irreversible la ruptura. Quizá sólo el amor y la belleza —de nuevo Platón—, esto es, la conversión, consiga volver a unirlas, logre la reconciliación, cerrar el círculo. Filosofía y poesía, dice Zambrano, no se han diferenciado más que por la violencia primero, por la voluntad después. Quizá la única diferencia o conjunto de diferencias radique en eso, en la forma de hacerse, filosofía y poesía —metódica y ametódica—, a sí mismas, en la manera de encarar sus objetivos.

   Le es difícil, al filósofo, retroceder; al poeta, decidirse. La unión entre filosofía y poesía no es una realidad, apunta Zambrano, pero quizá ya haya algún punto que pueda propiciarla, quizá el filósofo deba atender a sus orígenes. La razón poética, el acercamiento de la poesía al pensamiento.


viernes, 6 de noviembre de 2015

«El pecho», de Philip Roth



   —Entonces di el salto. Convertí la carne en palabra. ¿No lo ve? He sido más kafkiano que Kafka. —Kingler se echó a reír, como si solo lo hubiera dicho en broma—. Al fin y al cabo, ¿quién es el artista más grande, el que imagina la maravillosa transformación o el que se transforma maravillosamente a sí mismo? ¿Por qué David Kepesh, entre todos los seres humanos, se ve dotado de tales poderes? Es sencillo. ¿Por qué Kafka? ¿Por qué Gogol? ¿Por qué Swift? ¿Por qué cualquiera? El gran arte, como todo lo demás, es algo que le sucede a la gente. ¡Y esta es mi gran obra de arte! —Pero me apresuré a añadir—: He de mantener mi perspectiva cuerda y razonable. No quiero volver a inquietarle. Nada de delirios, y sobre todo delirios de grandeza.


   Después de alguna extraña señal, después de que la vida le ofreciera a Kepesh una sospechosa ventaja, él, profesor de literatura —lector y exégeta convencido, ay—, se convierte en un enorme pecho femenino.

   Hay algo inexplicable e injustificado: el acontecimiento. La imposición que no puede uno sino aceptar. Una vez ocurre, los límites son otros, las preguntas son otras, a menudo sin salida. Una vez consumada la transformación, todo tiene su sentido, pero un sentido distinto, desesperante. El afuera pierde algo de fuerza porque lo único que existe es este espacio reducido, el aislamiento, la ansiedad, el miedo, la pulsión sexual, la tensión, la locura, el acabamiento. La paradoja.

   En este espacio la tensión se multiplica. Algo violento y ajeno al mundo —quizá sea el mundo el que es del todo ajeno— se fragua, parece, sin solución. Es un mundo ya truncado que guarda alguna escabrosa coherencia, como si sus principios internos funcionaran sin problemas dentro de ese propio sistema viciado, como si se desarrollaran esos principios impuestos sin trabas, sin aceptar demasiadas cuestiones. Entonces se ve al narrador, el protagonista como objeto, como producto de lo extremo de la literatura y del propio convencimiento, de la imaginación soberana, de algún tipo de peligro inherente a ese mundo literario.

   El pecho es una especie de reducción al absurdo que Roth maneja con maestría y con la que quiere significar cosas, ahora sí, más allá del relato, como si este relato y su eco fueran una representación, una caricatura del todo consciente que apunta en distintas direcciones, que habla con ironía y audacia y que transmite algo de condescendencia y de patetismo. Es un atrevimiento, un juego, una exhibición, puede que incluso un alarde, un exceso fundamentado y genial.


miércoles, 4 de noviembre de 2015

«La literatura es mi venganza», de Mario Vargas Llosa y Claudio Magris



   En 2009 Magris y Vargas Llosa aceptan mantener un diálogo sobre novela, cultura y sociedad. Con un motivo tan abierto quizá excesivamente ambicioso, seguramente inagotable puede que sólo quede leer estos planteamientos en tanto que formulados y delimitados por Vargas Llosa y Magris, es decir, en tanto que ubicados y enfocados más o menos arbitrariamente —con admirable criterio— precisamente por ellos, con todo lo que eso supone. Poniéndoles cara, enmarcándolos en un contexto preciso pero aceptando también las raíces, teniendo presente las voces que han contribuido a formar las suyas, sus juicios e ideas.

   Ambos, si acaso desde distintos puntos, asumen la literatura como una especie de motor, diría. La literatura como esa creación que puede y debe tocar el mundo, actuar sobre la vida o sobre nuestro entendimiento y despejar caminos o, en todo caso, mostrarlos, hacerlos visibles. Evidenciar ciertas formas de vida, ciertas contradicciones, ciertos modos de pensamiento; ordenar, no juzgar, no desde luego como primer objetivo. Pero la literatura como algo más, como un discurso que el escritor traza poniendo todo o casi todo de él mismo —elementos racionales y no, conscientes y no— en el que caben cosas impensables en la realidad; la literatura como algo que conecta directamente esa realidad con otro plano no muy lejano ni independiente.
   Magris y Vargas Llosa muestran o hablan de la literatura como posibilitadora de tiempos distintos, estilos distintos, vacíos distintos, otras composiciones que se completan con lo no escrito y con el papel del lector. La literatura, en última instancia, como forma de pensar el presente, el mundo; como forma, de pensarnos nosotros en el mundo. Y, en otro orden de cosas —hasta donde pueda hablarse así, la figura del escritor. Un análisis externo o al menos de otro tono para ella, unas categorías distintas para un examen que entraña observaciones diferentes, más audaces y más temibles, a veces fuera de nuestro alcance. Las relaciones entre la obra y la vida o sencillamente el intento de comprender ideas condenables, encajarlas en ese mundo literario y en lo que nosotros esperaríamos de los escritores, supongo.

   Quizá una de las conclusiones que se sigan del razonamiento sea la necesidad de contar con buenos lectores —de tratar de leer con cierto sentido— para comprender y atender a la realidad, para captar los movimientos del mundo. Entender que la literatura hace algo —funciona— más allá de los límites aparentes, si se le da la ocasión. Que es, a su manera y con sus reglas, extremadamente vital.


sábado, 31 de octubre de 2015

«Poemas y antipoemas», de Nicanor Parra



   Si he de hacer antipoemas, parece decir Parra —aunque la etiqueta viniera después— tendré que hacer mejores poemas que los poetas, manejar la técnica hasta lograr que parezca fácil, y entonces romperlo todo. O algo así.
   Según el mismo Parra, la primera parte contiene poemas neorrománticos y postmodernistas; la segunda, expresionistas. En la tercera estarían los antipoemas, aunque hay algo en esa composición así estructurada que facilita intuir esa ruptura, ese giro.

   Parra se hace con un lenguaje alejado de lo poético y de la poesía, hasta donde eso sea posible. Escribe, de alguna forma, mostrando que el poeta es persona —y persona corriente, inmersa en la bajeza de la vida— antes que poeta. Crea ahora poemas que desbaratan sagradas bases de la poesía. Desprecia los elementos y motivos más ideales de la poesía y se hace con objetos mundanos, algo más cerca de la vulgaridad y de la fealdad, de la realidad; cobra una fuerza propia, se libera, su voz se acerca a la devastación. Y se ríe, y juega con eso, hace de la poesía y de sí mismo una caricatura, crea algo nuevo o transformado. Se vanagloria sin mucho pudor, denuncia el mundo de la modernidad.
   La de Parra es una mueca extremadamente consciente, una mueca que no abandona —no puede abandonar— la parte de esperpento que tiene el mundo y, así, ella misma.


Según los doctores de la ley este libro no debiera
                                                          [publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,
Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato,
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡Ataúdes! ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo
                                                               [a pedazos.


viernes, 30 de octubre de 2015

«Niños en el tiempo», de Ricardo Menéndez Salmón



   Y así como el instante de la concepción, ese misterioso empuje en el que dos principios colisionan para cambiar el curso del mundo, resultó inaudible, con ambos actores ajenos a lo que nacía dentro de los cuerpos, así el instante de la desgracia fue también silencioso.


   Casi diría que Niños en el tiempo es una historia sobre la fuerza de la inconsciencia, sobre el curso normal e incontestable del mundo. Una historia que sitúa a la literatura en su centro: la literatura como forma de sobrevivir al acontecimiento, de canalizarlo, de darle su sentido y su lugar en su mundo e intentar dárselo uno, lector y escritor, a sí mismo. Es decir, la literatura como salvación, de alguna manera. Pero sin excesos, sin abusos.

   Están presentes el amor, la paternidad, la pérdida o la muerte, y en cualquier caso, supongo, el avance inexorable de la vida; es decir, el amor, la paternidad y la pérdida o la muerte —y algunas otras cosas— como fuerzas propias de ese mismo avance, y seguramente el amor como impulso de las demás y de la novela misma, que quiere mostrar que ello desemboca en otras emociones igual de fuertes, a veces contradictorias, inevitables, no excluyentes.
   Niños en el tiempo contiene tres relatos: el del acabamiento de un matrimonio tras la pérdida de su hijo; el de la infancia de Jesús —un Jesús, además, con un gemelo muerto al nacer, es decir, el relato de la infancia que se le negó, ignoró u ocultó, la infancia que tienen todos los niños; y el del viaje y el secreto de una mujer. Los tres relatos van a relacionarse de manera intensa y silenciosa, rescatando algo de ese avance inevitable que envuelve a la novela. La vida abriéndose paso, la vida haciendo presente al arte, la vida imponiéndose.

   Menéndez Salmón es un escritor maravilloso. Quizá esta novela no lo atestigue debidamente, aunque la escritura de esta novela también es maravillosa. Con sus altos y bajos, pero espléndida. Quiero decir que quizá en Niños en el tiempo la escritura sea mejor que la novela, mejor que la combinación de elementos con la que Menéndez Salmón trata de crear algo. Un artefacto, un dispositivo, algún significado del arte y de la ficción, de la vida. Porque parece que sus novelas tratan de narrar pero a la vez de hacer o modificar algo con la escritura y con lo que se cuenta, acercarse al misterio o al mito y combinar fuerzas para extraer imágenes, para mostrar algo. En este sentido puede que la obra del asturiano —vista así, como un todo, como una panorámica— tenga más fuerza y alcance que alguna de sus novelas en concreto. En todas está la estética, la inteligencia, las oraciones esculpidas y engarzadas con un sentido antiguo y extraño, poderosísimo. Su forma de escribir es innegablemente literaria, madura, a veces cerebral. Luego puede que aquel artefacto que intenta crearse tenga más o menos éxito —me parece que Medusa logra su objetivo de forma brillante—, convenza más o menos, pero, en cualquier caso, no hay que dejar pasar la ocasión de leerlo. 
   Al margen de observaciones concretas y discutibles, Menéndez Salmón es muy recomendable. Todo él.


martes, 27 de octubre de 2015

«Extraña forma de vida», de Enrique Vila-Matas



   Yo era un hombre en cuya vida brillaban por su ausencia los días especialmente memorables. Pero aquel día de invierno todo parecía transcurrir de un modo totalmente anormal, aquel día parecía tener vocación de convertirse en uno de esos que con el paso del tiempo acabamos recordando como un día largo y hasta escribimos —como desde hace días vengo haciendo yo aquí en Premià a la sombra de esta morera centenaria— sobre ellos; sí, escribimos sobre ellos, obsesionados por ese día en el que se decidió en pocos segundos toda nuestra vida, escribimos porque ya no nos queda nada mejor que hacer que recordar ese día y escribimos que lo recordaremos siempre. Ya no vivimos, sólo escribimos sobre ese día: extraña forma de vida.


   Vila-Matas habita la literatura con una solvencia extrema, de forma genuina, y eso es, de alguna forma, explorarla desde distintos ángulos para llegar o intentar llegar a un sentido que quizá sea común a todos esos puntos de vista, a todas las direcciones a las que apunta el discurso literario. En última instancia, el objetivo es sencillamente explorar la literatura o lo literario hasta casi hacerse uno mismo literatura —quizá no pueda uno expresarse así sin hacerlo—, rodearse de voces y obsesiones, de experiencias que nutran el recorrido.

   Entonces el escritor parece tener un íntimo parecido con el espía. Quizá el escritor construya su obra robando conversaciones, historias y momentos, observando su entorno y a quienes le rodean, tocando su mundo y tratando de expresar algo que quizá sea siempre lo mismo. Los últimos motivos, los últimos hechos, los últimos enlaces; la vida de uno, que no debe de ser muy diferente de la vida de los otros. Y quizá trabaje así el escritor porque su vida es monótona, a veces repetitiva, insípida. Quizá el escritor necesite llevar a cabo la labor de espionaje —hacer casi de usurpador de elementos ajenos que hace entonces propios de forma legítima— para escribir y hacer —reconstruir— alguna realidad con más sentido o sencillamente de forma más elaborada, menos prosaica, si es posible; un experto discurso —una vida, unas ideas— que le permita al menos perderse en él y recordarlo, escribirlo: hacer literatura. Darse cuenta de que quizá la imaginación deba invadir la vida. Hacer una vida distinta, más aún si la propia resulta incómoda y uno vive tratando de dejarla, de huir, desembarazarse de ella.

   La realidad se extiende, encuentra nuevos caminos porque, en fin, es difícilmente agotable. La narración se despliega desde algún punto concreto y a distintos niveles —Extraña forma de vida es la historia de un día, para qué más— y uno diría que podría extenderse sin límite, seguir ejerciendo su función como quien prepara eternamente una conferencia que parece abocada al fracaso o a traer algún peligro. Quizá el peligro deba formar parte de ese discurso, de la literatura. La amenaza del fracaso.


sábado, 24 de octubre de 2015

«El hacedor», de Borges



   Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.


   El hacedor es una especie de obsesión con un objetivo muy claro, o con un grupo de ellos. Y quizá el placer —no sé si el deber— de Borges sea poder llegar a todo ello —mostrar que puede llegar(se) a todo ello— desde distintos puntos, demostrar que relatos, ensayos y poemas pueden apuntar al mismo lugar y habitarlo, hallarlo y perderlo. Tocar y fundirse con la literatura, si acaso de verdad, sin mediaciones. Es una extraña combinación de vida y literatura donde parece que la primera está al servicio de la segunda o sirve para que ella se desarrolle pero donde, en último término, no queda suficientemente claro donde empieza una y dónde acaba la otra, quién es uno y quién es el otro, si el tiempo actual tiene algo —es una repetición inevitable— de algún pasado que tiene aquí su reflejo, su historia, si encuentra aquí algo más de sentido. Entonces vuelven las tentativas con el tiempo y el infinito, la memoria, la invención, la identidad, la veracidad de un pasado que sigue muy presente. La ficción haciendo vida, conformando la realidad. Un libro inacabable, por suerte.

   Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.


sábado, 17 de octubre de 2015

«Cuaderno San Martín», de Borges



   He hablado mucho, he hablado demasiado, sobre la poesía como brusco don del Espíritu, sobre el pensamiento como una actividad de la mente; he visto en Verlaine el ejemplo de puro poeta lírico; en Emerson, de poeta intelectual. Creo ahora que en todos los poetas que merecen ser releídos ambos elementos coexisten. ¿Cómo clasificar a Shakespeare o a Dante?


   Cuaderno San Martín (1929) es un regreso a los orígenes, una toma de conciencia, un manifiesto de madurez. La presencia de la muerte, que hace al niño crecer, o a Borges. La muerte como el elemento que viene a dar el equilibrio necesario a la vida mediante el riesgo o la incertidumbre que supone, como si eso instara a tratar la muerte, a incorporarla a la vida, a hacerlas casi indistinguibles. Confluyen en muchos puntos. Aparecen o toman fuerza la noción del tiempo, lo efímero, la sensibilidad y el pensamiento, el viaje, el mundo, una actualización de la forma de hacer de poesía.


                    ISIDORO ACEVEDO

               (...)

               En metáfora de viaje me dijeron su muerte; no la creí.
               Yo era chico, yo no sabía entonces de muerte, yo era inmortal;
               yo lo busqué por muchos días por los cuartos sin luz.


viernes, 16 de octubre de 2015

«2020», de Javier Moreno



   Quizá esta novela sea una fotografía múltiple, dinámica pero de corto recorrido —el recorrido que permite España, la España de la bajeza—, un cuadro social situado en una crisis ya consolidada y establecida, como si hubiera descubierto —la crisis— que España es el lugar idóneo para ella y sus habitantes los mejores inquilinos. Conservadores, conformes, incultos, complacientes, antítesis de la revolución o de cualquier cambio, digan lo que digan. Imbéciles, responde el hombre del diván cuando otro, sentado en una silla modelo Swan, le pregunta por sus recuerdos. Ni siquiera resignados; para eso hace falta cierta argumentación, cierto sentido de la ubicuidad, cierto tipo de conciencia. Guardan los españoles una inexplicable falta de odio, cierta ausencia. Y así se configura el panorama, un paisaje del todo verosímil, coherente si se piensa desde el ahora; el hundimiento de un país que no puede acabar de otro modo. Un Madrid casi esperpéntico, casi increíble.

   Los aviones de Barajas, abandonados, dan refugio ahora a quienes pudieron llegar primero y marcaron su territorio. Persianas echadas, manifestaciones más o menos inútiles o viciadas, las pesetas de nuevo en circulación —Eurovegas ha nacido, el poder económico —asombrado— cabalgando a sus anchas, sin obstáculos. Es una especie de distopía acotada, acorde al lugar y a la situación, burda y extrema, o casi. La proyección de un futuro que mejor no se acerque. Un mal endémico innegable, pero sin rostro, un tanto abstracto, que provoca la confusión, la desorientación, el abandono.

   Para dar forma a todo ello tenemos unos personajes con los que Moreno teje una trama a base de capítulos breves y rápidos —rabiosamente actuales, entonces, dando voz a uno y a otro —y a sí mismo— y tomando así el tono y el pulso de la realidad, esbozando, duro e irónico, el funesto pozo sin fondo de la crisis. Es una investigación cuyo interés no está en al final —ya estamos al final— sino en el recorrido, en las diversas constataciones de la crisis, duras, fantásticas, absurdas, amargas, certeras. Moreno hace todo eso con sello propio, inconfundible, mediante una escritura directa y precisa, llena de momentos lúcidos y feroces, reflexiones sobre la literatura y esa vida así retratada, ociosa y burda, que parece encogerse de hombros con media sonrisa mientras algo caótico y muchas veces contradictorio desfila ante ella.


domingo, 11 de octubre de 2015

«Pedro Páramo», de Juan Rulfo



   Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.


   Es extraño. Esta obra no acepta muchos límites ni, creo, una definición que no sea abierta, incluso algo ambigua. Pero es magnífica. Comala es un lugar deshabitado y lleno de sueños y deseos. El personaje de Pedro Páramo es insondable, como la atmósfera del lugar. Pedro Páramo es algo misterioso, fragmentario, envolvente, con cierto aire a eternidad, donde se intuye una profunda carga de significados que, sin embargo, desfilan ligeros por las apenas cien páginas de la novela, como llevados por esa desdicha inherente al pueblo, a sus hábitos, a sus costumbres, a su gente. Por eso digo que Pedro Páramo es una atmósfera, un ambiente que tiene algo de certero y de irónico, de crítico, de imperecedero, como si lo que dijera y mostrase estuviera anclado a las raíces de la vida y hubiera que comunicarlo necesariamente, pero como si fuera comunicable sólo acudiendo a cierto misticismo que, con todo, no se aleja de la vida. Que es real. Para llegar a ello, para completar la historia —aunque sea inacabable o inagotable, parece que haya que acudir a alguna unión entre lo real y lo onírico o la intuición, y siempre a la parte que el lector ponga él mismo para determinar la lectura. Porque Pedro Páramo es una novela de lecturas múltiples, índice que apunta ya a su genialidad. Algo que se compone desde diferentes voces y diferentes vidas —y muertes, que pone al yo frente al otro para presentar cierto conflicto vital, que se compone de infinidad de palabras colocadas en el lugar y momento justos, como apuntalando el mensaje con suma precisión para tratar de rodear la historia.


   Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van.» Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.


sábado, 10 de octubre de 2015

«Nueva York», de Pasolini



   Por tanto, para concluir, sé perfectamente que la poesía es inconsumible en lo más profundo, pero yo quiero que sea lo menos consumible posible también exteriormente. Lo mismo vale para el cine: haré cine cada vez más difícil, más árido, más complicado, y quizá incluso más provocador, para que sea lo menos consumible posible, exactamente igual que con el teatro, que no puede convertirse en un medio de masas, por lo que el texto permanece sin consumir.




   Pasolini viaja dos veces a Nueva York a finales de los sesenta y se encontró con una ciudad intensa, prometedora, con ambiente novedoso, una ciudad que parece albergar cosas que él no concebía ya, como el cambio o la revolución —la verdadera revolución, como si allí, por estar en alguna etapa anterior y mejor construida —quizá—, pudieran conseguirse cosas que en la Italia de donde venía ya no eran posibles. Allí la sociedad queda envuelta en el consumismo y él pierde incluso todo destinatario posible, si es que alguna vez lo tuvo de verdad; su receptor ha desaparecido o su ausencia se ha hecho evidente. Pero incluso en Nueva York detecta conflictos y contradicciones, a pesar del deslumbramiento que sufre. De alguna forma la revolución pacífica contra el consumismo es posible, pero hay profundas contradicciones sociales, estructurales, diría. Y contra eso, la poesía —y el cine y el teatro y la novela; la poesía contra todo, contra la cultura contemporánea y contra las convenciones encorsetadas, contra la vulgar cultura de masas, la poesía para penetrar en la sociedad y situar a sus agentes en un lugar incómodo, reajustar la disposición; apuntar a una extrema conciencia, verla realizada si fuera posible.

   En este Nueva York se recogen una entrevista hecha a Pasolini por Giuseppe Cardillo, La poesía no se consume, y un texto, Nueva York es una guerra. Pasolini reflexiona sobre su mundo, sobre el cine y la literatura —que tocan, entran en ese mundo—, sobre religión, racismo y utopía. Pasolini contradictorio, Pasolini inteligentísimo, Pasolini profeta, complejo, directo, atrevido, inmerso y dueño del lenguaje —y de la imagen, convencido y dispuesto a darse a la lucha.


viernes, 9 de octubre de 2015

«Luna de enfrente», de Borges




   Borges siempre tan lúcido: Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual: todos fatalmente lo somos. Nadie fuera de cierto aventurero que soñó Wells— ha descubierto el arte de vivir en el futuro o en el pasado.
   Y así vive o vivió escribiendo este libro, queriendo ser contemporáneo y queriendo ser argentino, como si  no lo fuera ya. Viviendo cerca y lejos y proyectando literatura, haciendo suyos momentos lugares literarios, vitales.


Mi callejero no hacer nada vive y se suelta por la variedad de la
                                                                                  [noche.
La noche es una fiesta larga y sola.
En mi secreto corazón yo me justifico y ensalzo.
He atestiguado el mundo; he confesado la rareza del mundo.
He cantado lo eterno: la clara luna volvedora y las mejillas que
                                                                   [apetece el amor.
He conmemorado con versos la ciudad que me ciñe
y los arrabales que se desgarran.
He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre.
Frente a la canción de los tibios, encendí mi voz en ponientes.
A los antepasados de mi sangre y a los antepasados de mis sueños
                                                              [he exaltado y cantado.
He sido y soy.
He trabado en firmes palabras mi sentimiento
que pudo haberse disipado en ternura.
El recuerdo de una antigua vileza vuelve a mi corazón.
Como el caballo muerto que la marea inflige a la playa, vuelve a
                                                                            [mi corazón.
Aún están a mi lado, sin embargo, las calles y la luna.
El agua sigue siendo grata en mi boca y el verso no me niega su
                                                                                   [música.
Siento el pavor de la belleza; ¿quién se atreverá a condenarme si
                                [esta gran luna de mi soledad me perdona?


jueves, 8 de octubre de 2015

«La religión de mi tiempo», de Pasolini



   Quizá la figura de Pasolini sea una de las más atractivas y una de las que mejor represente la militancia y el riesgo de la filosofía, el desarrollo y las consecuencias de una vida plena, valiente, sin concesiones, para qué replegarse. Por su multiplicidad y por su exceso, por sus ideas, por ser sus ideas, de alguna manera. La poesía era quizá su mejor vehículo de expresión, quizá el que pueda vertebrar todo su mensaje con más energía, pero supongo que leer su poesía sin pensar en el resto de su obra —y en él mismo, Pasolini en tanto que Pasolini, unidad vital— es reducirlo injustamente a alguna estancia demasiado pobre para él, a pesar de la tremenda fuerza de sus poemas y de toda su escritura, de su poder de transmisión.

   Aquí vienen reunidos Las cenizas de Gramsci, La religión de mi tiempo, Poesía en forma de rosa y Transhumanar y organizar. Todo, o casi todo Pasolini. Su voz profética, sus diagnósticos y advertencias sobre los tiempos en que vivimos, el capitalismo, su trato a la ideología, su extrema conciencia. Quizá todo venga de ahí, de la extrema conciencia que atesoró Pasolini y que le sirvió para detectar los males endémicos del mundo, acercarse a ellos y tocarlos —tocar la realidad, intentar cambiarlos o destruirlos. He ahí la vitalidad desesperada, los valores, el sentimiento de decadencia o de calma decadente; la necesidad, por nuestra parte, de escucharle para no sucumbir, si es posible.

   Su discurso parece uno solo, un discurso múltiple que apunta a la libertad, que se va conformando desde distintos ángulos, un discurso inteligente y a la vez sensible a la realidad de su tiempo —y del nuestro—, que hurga en ella mediante un lenguaje propio, trabajado, directo. Es una especie de acercamiento o descripción del abismo, escribiéndolo o apuntando a él desde el conflicto, a veces desde el horror. Una visión descarnada y sin artificios que le permitió vivir con una intensidad casi impensable, no sé si fatídica. Que le permitió, diría, ver el mundo mejor que cualquier otro, y jamás ocultarse.


(...)
A esto me veo reducido: cuando
escribo poemas es para defenderme y luchar,
comprometiéndome, renunciando

a toda mi dignidad antigua; aparece,
así, indefenso aquel corazón mío elegíaco
que me avergüenza, y cansada y vital

refleja mi lengua una fantasía
de hijo que nunca llegará a ser padre...
Poco a poco, entretanto, he perdido mi compañía

de poetas de rostros desnudos, áridos,
de cabras divinas, con las frentes duras
de los padres padanos, en cuyas magras

filas cuentan apenas las puras
relaciones de pasión y pensamiento.
(...)


miércoles, 30 de septiembre de 2015

«Fervor de Buenos Aires», de Borges




"El truco"

Cuarenta naipes han desplazado la vida.
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos
y una creación risueña
va poblando el tiempo robado
con las floridas travesuras
de una mitología casera.
En los lindes de la mesa
la vida de los otros se detiene.
Adentro hay un extraño país:
las aventuras del envido y del quiero,
la autoridad del as de espadas,
como don Juan Manuel, omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones de los mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismos versos y las mismas diabluras.


   Borges opera con fascinante conciencia, traten de lo que traten sus creaciones. Quizá respecto a Borges pueda uno decir sin demasiados reparos que verdaderamente crea, conforma estructuras y perspectivas que parten de algo dado para multiplicarlo y expandirlo, para penetrar en ello, como si cada poema —desde los primeros a los últimos estuviera ya en el corazón de su objetivo y hablara desde allí, percibiéndolo de primera mano. Fervor de Buenos Aires es producto del reencuentro con su origen, con Buenos Aires, aunque quizá, como él dice, las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos, y él sabe escribir esas cosas como nadie, tratarlas con una tonada universal, diría; éste es un libro escrito en su juventud, sin que ello suponga, a pesar de lo que más tarde querría arreglar y corregir —aliviar, alguna falta o algún exceso, por uno u otro extremo.

   Ya están aquí, como preámbulo de lo que vendría luego, la vida y el tiempo y la muerte, impresiones efímeras que revelan algo duradero, el paisaje interior del poeta, la sensación de los objetos y lo que ellos encierran, lugares de donde rescatar algo, la memoria y las ideas, algo de nostalgia. Está todo, de alguna manera; quizá, y sólo quizá, de forma más atrevida, más pasional.


(...)
Ciegamente reclama duración el alma arbitraria
cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres el espejo y la réplica
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.


lunes, 28 de septiembre de 2015

«Intemperie», de Jesús Carrasco



   Entendió que el viejo no sería quien le entregara la llave del mundo de los adultos, ese en el que la brutalidad se empleaba sin más razón que la codicia o la lujuria. Él había ejercido la violencia tal y como había visto hacer siempre a quienes le rodeaban y ahora, como ellos, reclamaba su parte de impunidad. La intemperie le había empujado mucho más allá de lo que sabía y de lo que no sabía acerca de la vida. Le había llevado hasta el mismo borde de la muerte y allí, en medio de un campo de terror, él había levantado la espada en lugar de poner el cuello. Sentía que había bebido la sangre que convierte a los niños en guerreros, y, a los hombres, en seres invulnerables. Creía que el viejo le haría pasar, coronado de laurel por un esclavo, bajo el arco de la victoria.


   Intemperie puede ser algo así como la recreación de un escenario desnudo y expuesto, un lugar en permanente sequía que, alejado de cualquier concreción o seña particular —ningún personaje tiene nombre propio, ningún lugar, ninguna referencia reconocible, tiende a presentar algo universal, acercándolo al extremo para ilustrarlo mejor. Valores, acciones y reacciones, necesidades y obligaciones, injusticias, pasiones. No sabemos exactamente cuándo y dónde tiene lugar lo narrado, pero podemos acceder a ello sin problemas y estar allí, asistir al entramado de vida —con todo lo que conlleva que Carrasco traza con una escritura precisa, casi impecable, con una ejecución brillante.

   Un niño escapa de su casa, no sabemos bien por qué; huye de un alguacil y sus acólitos hasta que se encuentra con un viejo cabrero con el que emprende el camino, con el que trata de esconderse; tendrá que atravesar un paraje extensísimo para ponerse a salvo, y poco más. Uno no requiere demasiadas explicaciones o justificaciones para seguir la historia y comprender el fondo del asunto. El niño ha sido de alguna forma arrojado al mundo y habrá de apañárselas como pueda, consciente de que la amenaza y su consumación no serán más amables con él; consciente además de que lo buscan, de que la tensión estallará pronto, por algún lado.

   Carrasco logra poner en marcha tremendos engranajes a partir de un mínimo, desde una historia en la que los acontecimientos se suceden según las exigencias de aquellas tensiones, según sus movimientos. Describe al detalle, con un enfoque externo, la vida en esos días del niño y el cabrero, y con ese pretexto —quizá demasiado protagonista— eleva ciertos presupuestos de la trama a otra esfera, casi consagrándolos. Buscando algún tipo de redención o dignificación, recuperando una fuerza perdida. Puede que la mayor virtud de la novela sea a la vez su punto flaco, según cómo se mire: la narración trabajada, sólida, con momentos intensísimos; una narración que rara vez se separa de ese tono descriptivo para acercarse a las emociones o al interior de los personajes y conjugar así ambas cosas, pero una narración a la que difícilmente se le puede reprochar algo una vez ubicada y asentada.

   Quizá lo más destacable no sea tanto el ambiente campestre —árido, seco, castizo, desgarrado, un poco rancio— sobre el que Carrasco incide continuamente como lo perfectamente medido y bien llevado de la narración, el ritmo marcado, la velocidad justa, las imágenes nítidas; quizá, después de todo, lo mejor sea el trasfondo, lo que se mueve detrás de todo ese escenario, sin despreciarlo: el tiempo humano y sus tensiones, el silencio, las luchas internas, el mal que parece cernirse sobre uno sin pretexto ni mesura, la resolución arbitraria pero válida y legítima de los problemas.