lunes, 19 de enero de 2015

«La campana de cristal», de Sylvia Plath



   La marea parecía arrastrar el fondo mismo del mar, donde blancos peces ciegos avanzaban por su propia luz a través del gran frío polar. Vi dientes de tiburones y esqueletos de ballenas esparcidos allá abajo, como lápidas sepulcrales.
   Esperé como si el mar pudiera tomar la decisión por mí.
   Una segunda ola se aplastó sobre mis pies, orlada de blanca espuma, y el frío aferró mis tobillos con un dolor mortal.
   Mi carne retrocedió, acobardada, ante tal muerte.
   Cogí mi bolso y regresé andando sobre las frías piedras hasta donde mis zapatos continuaban su vigilia en la luz violeta.


   Es extraño. Es una historia intensa contada en un tono suave, aparentemente monocorde, sin llegar a romperse, manteniendo una tensión más o menos controlada en el paseo por la cuerda floja. Parece una sensación enorme contada en algo parecido al susurro por miedo a levantar la voz, pero que llega bien alto. Da la impresión de que uno asiste al relato del paso por el abismo, un trayecto con algo de agonía muda que se rebela cada poco y que sin embargo alcanza su mayor expresión con la reducción a ese tono inferior; es, de alguna manera, una narración que no necesita ser del todo explícita para transmitir lo que pretende; un relato que consigue así una sensación de mayor locura e impotencia.

   Al margen de que la protagonista pudiera ser la propia Plath...no sé, una novela es una novela, la ficción tiene aquí su lugar. Y ésta es una experiencia, un descenso a los infiernos, el recorrido por las encrucijadas mentales de la protagonista. A veces es la imagen reflejada en un espejo roto, la imagen de una muchacha inteligente y atrevida metida a funambulista indecisa. La imagen de una mujer que parece a punto de quebrarse; que avanza, en tanto que mujer, hacia su propia conquista, tratando de sortear obstáculos propios y ajenos rozando el límite de la locura, viviendo con esa amenaza constante sin llegar a definir con precisión dónde está cada cosa, dónde la cordura y dónde el desvarío, quizá incluso llegue a plantear esa misma imposibilidad dadas ciertas circunstancias y teniendo cierto pasado y ciertas condiciones.
   Es también, y creo que sobre todo, una voz: la voz de la narradora o la de la propia Sylvia, no importa mucho; es la voz femenina libre que cuenta y exige, que se levanta en armas con una habilidad y sutileza considerables, sin hacer mucho ruido pero llegando a donde quiere llegar y logrando que escribir así parezca fácil, que la sencillez parezca estar al alcance de la mano.


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