jueves, 22 de enero de 2015

«Stoner», de John Williams



William Stoner entró como estudiante en la Universidad de Misuri en el año 1910, a la edad de diecinueve años. Ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibió el título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñó hasta su muerte en 1956. Nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases. Cuando murió, sus colegas donaron en su memoria un manuscrito medieval a la biblioteca de la Universidad. Este manuscrito aún puede encontrarse en la Colección de Libros Raros, portando la siguiente inscripción: «Donado a la Biblioteca de la Universidad de Misuri, en memoria de William Stoner, Departamento de Inglés. Por sus colegas».


   Creo que es una de las mejores cosas que he leído en mucho tiempo, no sabría exactamente decir por qué, es algo desconcertante. No contiene grandes acontecimientos ni grandes momentos de tensión, ni siquiera se apoya en una narración densa y sólida y a simple vista uno podría decir que la novela no deja de caer en lugares comunes, continuamente; todo eso será un error. Quizá no contenga ninguno de esos elementos de forma notoria, y sin embargo llega a un equilibrio asombroso, de manera que todo —y creo que no me arriesgo al hablar así—, todo en esta obra está bien contado, bien situado, todo en ella respira literatura y vida sin abusar de ellas, de hecho sin abusar de nada, si acaso de los fracasos de Stoner. Cuenta con una fuerza maravillosa el drama desapasionado (la nada) de William Stoner, hijo de campesinos de Misuri nacido en 1891 y enviado a estudiar a la reciente Facultad de Agricultura, que abandonará para acabar comprometiéndose con la Literatura y encontrar ahí un reducto de sosiego o algo parecido.

   Stoner se mueve, estoico, entre resignaciones y aparentes fracasos, inmerso en una normalidad que no llega a asfixiar, que tiene que ser así, y se conforma y continúa. No hay nada en su vida que pueda ser diferente de la de cualquier otro, y ahí —y en la forma en que es contada, claro— reside, paradójicamente, la grandeza y lucidez de esta historia. Parece que todo lo que ocurre está plagado de mediocridad, de cierta sombra, de cierto abismo que se va superando con la propia marcha: su entrada en la universidad, la relación con algunos compañeros, su conciencia y esfuerzo férreos (no quiero decir románticos), su matrimonio, la relación con su hija, la forma de abordar las clases y de sondearse a sí mismo.
   Puede ser una novela sencilla, pero más compleja de lo que pueda parecer, y desagradablemente humana; tanto más cuanto más se acerca a su final.

   Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado con un tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más?
   ¿Qué esperabas?, se preguntó.


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