sábado, 6 de junio de 2015

«Los perros románticos», de Roberto Bolaño



   Bolaño, Bolaño, Bolaño... cuánta genialidad. Estos poemas —sí, o lo que quiera que sean estas composiciones así volcadas— son una muestra de su innegable talento, de sus inagotables recursos, de su poder imaginativo y literario, de sus casi impensables salidas. No es fácil describir lo que escribe, lo mejor que uno puede hacer es leerlo con cierta valentía. Quiero decir que no es fácil dar en el blanco si uno intenta apresar estas imágenes o explicar qué está haciendo Bolaño aun si dijera que hay en muchas de estas piezas un algo de derrota y desolación y a la vez algo de mirada distante, irónica, un tono personal que se siente legitimado —cómo no— para jugar con el ritmo, para contar historias a través de poemas, para contar-se él mismo, Roberto Bolaño; para romper versos y otros estorbos que se le presenten —ataduras, convenciones, recuerdos— con libertad y sangre y con la fuerza revolucionaria del genio poco atento a cómo debieran hacerse las cosas. Para qué.

   Bolaño no escribe poesía por escribir poesía; simplemente escribe, casi como si respirara, y esta vez lo hace de una forma que parece más cercana a la poesía que a la prosa, que parece eso, poesía, pero que, al fin, sólo es Bolaño escribiendo, Bolaño transmitiendo. Bolaño. No le pondría demasiadas etiquetas salvo que las que ya le he colocado, espero no pecar de halagador.


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