sábado, 25 de julio de 2015

«Diccionario de las artes», de Félix de Azúa



   Entre las muchas virtudes que exhibe Azúa en el Diccionario de las artes —como en otras obras no menos atractivas— destacaría el equilibrio; el equilibrio entre lo (poco) académico y lo literario, entre el documento y el juicio personal; el equilibrio que logra entre seriedad e ironía para avanzar con una lucidez admirable hacia la ya manida muerte del Arte. Es obvio que Azúa posee una cultura considerable, pero quizá lo interesante no sea tanto eso como la capacidad que tiene para conectar ideas e hipótesis y proyectar una inteligencia descomunal para esclarecer, en la medida de lo posible, espacios oscuros. El tono empleado esquiva una solemnidad que de otra forma alejaría este ensayo del, en principio y con reservas, gran público al que se dirige. Esquiva incluso el tono fúnebre y definitivo que rezuma eso de la muerte del Arte, cosa que bien merece una explicación y que, entendida ésta, quizá no sea tal cosa; quizá, aunque hay algo de muerte, no sea algo muy diferente de tener que pensarlo dentro de nuestro tiempo y en sus justo términos.

   El Diccionario es una suerte de ensayo dividido en entradas seleccionadas —tratadas con singular afecto y con la libertad propia de lo no-académico, de lo que respira sin corsets para conformar un recorrido más o menos histórico y conceptual que acerque al lector a comprender algo mejor la realidad actual del Arte y las cuestiones que le rodean. Es un ensayo amable: tanto el contenido como su forma facilitan la entrada del lector a la manera convencional o desde distintos flancos, de forma que pueda ojearlo a su antojo desde distintas perspectivas y darse cuenta, con un poco de suerte, de que todas apuntan a la idea que sobrevuela el conjunto: al acabamiento del Arte entendido a la manera romántica, acabamiento —y tenemos presente la negación del progreso entendido en sentido histórico, lineal que termina por ser parte del propio proceso del Arte, que está lejos de morir en el sentido más burdo de la palabra; quizá ahora responda (o respondamos nosotros a él) de forma distinta, además del hecho evidente de que el arte de hoy —sea lo que quiera ser— no es el mismo que el de hace doscientos años.

   Puede que el valor de esta obra sea doble: por una parte, el más evidente: el acceso (facilitado y guiado) a nociones estéticas y artísticas y a su bien organizada conexión; por otra, el ingenio y habilidad de Azúa, que hacen fácil lo difícil y habilitan el recorrido de forma admirable.


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