jueves, 6 de agosto de 2015

«Sí», de Thomas Bernhard



   Leer a Bernhard es asistir a un espectáculo de genialidad y tormento circulando como si nada pudiera pararlo, todo llevado casi al límite de lo permitido, incluso desplazando ese límite. es un discurso que avanza nutriéndose de sí mismo, tomando autoconciencia y avanzando, retomando palabras y detalles y significados y tomando más impulso para seguir avanzando, implacable, totalmente dueño de sí mismo, midiendo a la perfección el ritmo, haciendo que éste tenga un papel considerable en el todo. Bernhard escribe como si no pudiera dejar de hacerlo una vez ha empezado, y el lector siente que tampoco puede salir de ese torbellino de enfermedad y razón —hay una extraña e inmensa carga argumental sosteniendo el arrebato neurótico, desquiciado— una vez ha tomado contacto con él. Una vez dentro, las tensiones empiezan a tomar protagonismo y sólo queda seguir la lectura y pensar que Bernhard tienen un talento inimitable, que uno está prácticamente a su merced.

   El narrador de ha caído en una especie de desesperación, en una enfermedad, dice, intelectual y sentimental, y ahora es una especie de hambriento desenfrenado que necesita liberar alguna carga: es un trastorno en sí mismo, contagioso, feroz, vehemente, desconsiderado, tremendo. La novela es él, su estilo, la trama es casi un mero pretexto para desplegar ese juego endemoniado y maravilloso, juego que acaba acelerando ese torrente al que nos somete y aniquilar la historia, el discurso. Aniquilado. Y ya.


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