lunes, 7 de septiembre de 2015

«El sabotaje amoroso», de Amélie Nothomb


   Contrariamente a lo que se pueda pensar, mi actitud respecto a los demás estaba desprovista de toda vanidad. Se limitaba a ser lógica. El universo desembocaba en mí: no era culpa mía, yo no lo había decidido así. Era un hecho con el que tenía que vivir. ¿Para qué iba a cargar con amigos? No tenían ningún papel que interpretar en mi existencia. Yo era el centro del mundo: no podían situarme todavía más al centro.


   A veces pienso que los libros de Nothomb son pequeñas-grandes bombas de relojería. Están construidos con una precisión endiablada, siempre o casi siempre con una burlona media sonrisa de fondo. El sabotaje amoroso debe de ser algo así como la continuación más o menos lógica, aunque no editorial, de la genial Metafísica de los tubos. Nothomb se mete con su habitual agilidad en la piel de una niña de siete años —la Nothomb de siete años— arrojada al Pekín de los años 70 para narrar con un ritmo agudo y ligerísimo y atroz su infancia y reflexiones vitales; irónica, con carácter, con determinación, atractiva, muy ella. Desde allí proyecta su particular mundo y nos trae el reflejo del mundo de los adultos y el de otros niños para justificar, o, más bien, explicar sus andanzas, que son, vistas a su manera —y a la nuestra, una vez entramos en su juego—, del todo razonables. Dentro de esa niña que es el legítimo centro del mundo —dentro de ese lenguaje propio, de esa cosmovisión concreta que tiende a inundarlo todo partiendo de la niña— cabe incluso enamorarse y sufrir, a su manera; cabe reconocer la belleza de otra niña y asumir que quizá le haya arrebatado su condición de cuasi-divinidad y que lo más normal sería que ambas cayeran enamoradas.


   Siempre fui consciente de que la edad adulta no contaba: a partir de la pubertad, la existencia es sólo un epílogo.



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