viernes, 6 de noviembre de 2015

«El pecho», de Philip Roth



   —Entonces di el salto. Convertí la carne en palabra. ¿No lo ve? He sido más kafkiano que Kafka. —Kingler se echó a reír, como si solo lo hubiera dicho en broma—. Al fin y al cabo, ¿quién es el artista más grande, el que imagina la maravillosa transformación o el que se transforma maravillosamente a sí mismo? ¿Por qué David Kepesh, entre todos los seres humanos, se ve dotado de tales poderes? Es sencillo. ¿Por qué Kafka? ¿Por qué Gogol? ¿Por qué Swift? ¿Por qué cualquiera? El gran arte, como todo lo demás, es algo que le sucede a la gente. ¡Y esta es mi gran obra de arte! —Pero me apresuré a añadir—: He de mantener mi perspectiva cuerda y razonable. No quiero volver a inquietarle. Nada de delirios, y sobre todo delirios de grandeza.


   Después de alguna extraña señal, después de que la vida le ofreciera a Kepesh una sospechosa ventaja, él, profesor de literatura —lector y exégeta convencido, ay—, se convierte en un enorme pecho femenino.

   Hay algo inexplicable e injustificado: el acontecimiento. La imposición que no puede uno sino aceptar. Una vez ocurre, los límites son otros, las preguntas son otras, a menudo sin salida. Una vez consumada la transformación, todo tiene su sentido, pero un sentido distinto, desesperante. El afuera pierde algo de fuerza porque lo único que existe es este espacio reducido, el aislamiento, la ansiedad, el miedo, la pulsión sexual, la tensión, la locura, el acabamiento. La paradoja.

   En este espacio la tensión se multiplica. Algo violento y ajeno al mundo —quizá sea el mundo el que es del todo ajeno— se fragua, parece, sin solución. Es un mundo ya truncado que guarda alguna escabrosa coherencia, como si sus principios internos funcionaran sin problemas dentro de ese propio sistema viciado, como si se desarrollaran esos principios impuestos sin trabas, sin aceptar demasiadas cuestiones. Entonces se ve al narrador, el protagonista como objeto, como producto de lo extremo de la literatura y del propio convencimiento, de la imaginación soberana, de algún tipo de peligro inherente a ese mundo literario.

   El pecho es una especie de reducción al absurdo que Roth maneja con maestría y con la que quiere significar cosas, ahora sí, más allá del relato, como si este relato y su eco fueran una representación, una caricatura del todo consciente que apunta en distintas direcciones, que habla con ironía y audacia y que transmite algo de condescendencia y de patetismo. Es un atrevimiento, un juego, una exhibición, puede que incluso un alarde, un exceso fundamentado y genial.


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